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EL IDOLO DE ORO

Por la llanura de Anáhuac se cruzan y bifurcan los caminos que desde tiempo inmemorial fueron andados por comerciantes, contrabandistas y arrieros. Por esos caminos viejos pasaron los cargamentos de mercancías, armas y ganado que tenían como destino las rutas de Monclova y Sabinas, Coahuila, o Monterrey y Sabinas Hidalgo, N.L. Los peligros de la senda formaban parte de las vicisitudes del viaje; pues indios belicosos y bandoleros en gavillas, vigilaban los caminos reales y el movimiento de valores con el fin de asaltar o matar a los viandantes. Las más preciosas cargas eran las que tenían como destino o punto de salida, las ricas minas del cerro de La Iguana en Lampazos de Naranjo, Nuevo León.

El ferrocarril vino a dar un poco de alivio a los viajeros, que ya desde 1882 pudieron trasladar sus mercancías y valores con alguna seguridad; pero, los caminos carreteros, siguieron en movimiento y más por los años de la Revolución Mexicana, en que tropas federales, guerrilleros y bandas de asaltantes, mantenían en zozobra a los habitantes de haciendas y rancherías.

La tradición popular cuenta que el frecuente asedio a los ranchos y grupos peregrinos, obligaban a los hombres a enterrar sus valores para salvaguardarlos de la rapiña imperante; pero muchas veces se perdía la vida, y quedaban ocultas grandes cantidades de dinero, joyas y barras de oro o plata perdidas para siempre, dando así inicio a la leyenda.

EL IDOLO DE ORO

Por los montes que rodean el pueblo de Colombia, jurisdicción del municipio de Anáhauc, Nuevo León, hay algunas ruinas de antiguas casas que ahora sólo son montículos de tierra y piedras. Casi todas fueron moradas de pastores y gente humilde; trabajadores de ranchos y haciendas que poca o ninguna riqueza pudieron guardar. Aún así, hoy se pueden ver ocasionalmente algunos exploradores removiendo escombros o haciendo excavaciones en busca de tesoros.

Cuentan que hace muchos años, unos buscadores de tesoros andaban por esos montes en busca de riquezas ocultas y, al llegar al punto de su esperanza, buscaron durante horas bajo el agotante sol del verano sin encontrar mas que tepalcates y trozos de madera que iban arrojando con frustración y coraje. Pero entre tanta cosa inútil, encontraron también un monigote deforme. Un idolillo mal hecho que parecía ser de piedra, sin valor alguno y algo pesado para andarlo cargando por los llanos calcinados por el sol canicular. A media tarde, el agotamiento y la decepción los invadió; y con el ánimo en rastra, partieron con rumbo desconocido, dejando confundido entre las piedras aquel regordete ídolo que pasó la noche bajo las estrellas, contemplando con su mirada muerta al firmamento azul que los años bajo tierra lo habían hecho olvidar.

Al día siguiente, antes de salir el sol, un pastor pasó por el lugar, guiando su rebaño por los campos secos en busca de la vida que se había replegado hasta las orillas del río Bravo. El hombre caminaba cabizbajo por el peso de las penas que la vida de miserias había acumulado sobre sus hombros. Por esa temporada de sequía todos los males se agudizaban: debía mucho en la tienda de abarrotes; la leche ya no se la querían comprar y tenía que tomársela para no morir de hambre, y su ropa, se había convertido poco a poco en un atuendo de jirones sucios.

El pastor se sentó entre unas ruinas y repasó una vez más sus desventuras, mientras las cabritas escarbaban con las pezuñas en busca de raicillas, frescas aún por el rocío que la noche piadosa había dejado caer sobre los campos. De pronto, descubrió el monolito que, entre las piedras, lo miraba con sus grandes e inexpresivos ojos. Sus rasgos mal trazados, apenas lo diferenciaban de las piedras y terrones circundantes; pero fue descubierto y recogido por el pastor que lleno de curiosidad, se volvió a sentar y empezó a tallar con su navaja el sarro que indefinía más sus trazos burdos. La expresión famélica se llenó de luz cuando vio caer una gruesa capa de costra que dejó al descubierto una superficie de metal amarillo. Un inesperado rayo de esperanza cayó de lo alto y cimbró su ser; e insuflado de ansiedad, lo talló todo hasta descubrir lleno de júbilo que aquello era..., ¡un ídolo de oro!.

Quiso gritar y danzar de gusto dejando volar al viento los andrajos que lo vestían; pero a duras penas se contuvo y guardó el rico monolito en aquella bolsa de yute que hasta ese día sólo había contenido tortillas duras. Acto seguido, reunió las cabras y caminó delante de ellas rumbo al jacal; pero ahora, llevaba una sonrisa y nuevo sueño bajo el sombrero.

Cuentan que cruzó la frontera para realizar una buena venta y, a cambio de aquellos kilos de oro, recibió una cantidad de dólares que jamás soñó ver entre sus manos. Y pensando que aquel golpe de fortuna era una bendición que ya nunca volvería, cuidó con celo el dinero hasta que compró un gran rancho que pronto ocupó con ganado y maquinaria. Construyó una buena casa y vivió feliz junto a su esposa e hijos en una paz y abundancia que los acompañó hasta el fin de sus días.

Los años pasaron y aquellos hechos hoy son una historia más que las familias de Colombia cuentan a las nuevas generaciones. Pero hoy todavía, existe un rancho que si bien, ya no tiene las características de prosperidad que lo hicieron famoso, aún conserva el nombre que llena de curiosidad a quien pasa frente a su portal. Un viejo letrero cuelga de dos robustas postas, rezando cinco palabras que contienen una historia llena de penas y esperanzas calladas, que culminaron en largo epílogo de felicidad: Rancho: “El Ídolo de Oro”.

Rafael Olivares Ballesteros. “Leyendas de la provincia mexicana; zona norte”. Editorial Selector, 2002.

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