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LA LEYENDA DEL TESORO DEL ENCINO ARDIENTE

La gente del campo tiene muy seguido encuentros con lo desconocido. En verdad que don Juan Ramón Hernández es uno de ellos.

Cuenta don Juan Ramón que hace años, un hombre y su familia trabajaban en el rancho La Laja, o lo que queda de lo que fue la señorial hacienda colonial. Como buenos rancheros, se hicieron amigos de todos los vecinos de parcelas aledañas, y se visitaban y compartían historias y experiencias tras el fin de jornada, a la caída del sol.

Uno de los hijos mayores de aquel trabajador, por las noches solía ir hasta la sección Catorce – a unos cinco kilómetros de ahí-, a platicar con sus amigos. Una noche que cabalgaba de regreso a casa, haciendo travesías para acortar el camino y llegar más pronto al paso por donde cruzaba el Salado, vio a lo lejos un resplandor, algo se quemaba elevando las llamas a varios metros; y con el fin de investigar, apresuró el paso del caballo. Siempre pasaba al lado de un viejo y gran encino que se encontraba a la orilla del río; mas al llegar cerca del árbol, grande fue su sorpresa al ver que estaba envuelto en llamas y pensó con enojo que alguien, por travesura, le había puesto lumbre en la base para que se quemara.

Llegando a casa, preguntó aún enojado que quién le había prendido fuego al árbol, y le contestaron todos que nadie lo había hecho.

Al salir el sol del día siguiente, fueron a ver lo que habría quedado del encino quemado, pero lo encontraron intacto; sin señal alguna de que hubiera ardido.

Tiempo después, probaron con un detector de metales en la base del árbol y empezó a hacer ruido; el sonido se prolongaba marcando la forma alargada que sería el cajón de un tesoro enterrado, pero éste llegaba hasta la orilla profunda del río. Sacarlo significaba un problema técnico difícil para sus posibilidades: ¿Cómo iban a desviar las aguas del río?

Hasta ahí llegaron en el intento; y dejando en paz el tesoro y el encino ardiente, se alejaron para intentar algo después; mas ya nunca volvieron a correr esta aventura.
Don Juan Ramón está lleno de recuerdos y ha sido testigo de cuanto ha cambiado en el paisaje. Ha explorado la región cercana a La Laja y nos cuenta que en unas lomas cercanas a La Catorce, por un cañoncito, había una cueva cuya entrada estaba a la vista de quien pasara por ahí. Asomando por la boca de aquella cueva se podían ver al fondo algunos costales amontonados unos sobre otros de lo que parecía ser un tesoro; y aunque varios fueron testigos de esto -al fin, gente sencilla-, nunca se atrevieron a entrar.

Con el correr del tiempo, la boca de la cueva se fue llenando de la tierra que escurría con las lluvias, hasta que llegó a cubrirse totalmente. Pero el lugar ahí quedó, dando voces, avisando a su manera, de lo que guarda en sus entrañas. Y así, por las noches, los que casualmente pasan por ese sitio, han observado que se levanta una gran llamarada como señal inequívoca de que esta historia es verdadera.

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