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LOS PIOJOS

Hace mucho tiempo, uno de los males más comunes que padecía todo ciudadano de cualquier país pobre, o del tercer mundo como dicen ahora, era la proliferación de parásitos como lombrices, solitarias, amibas, chinches; y ocupando un lugar de honor en el catálogo: su majestad, el piojo.

Había piojos de todos colores: blancos, negros, cafés, rojizos, pero todos se dedicaban a lo mismo: a chuparnos la sangre y a provocarnos una comezón que nos obligaba a una constante rasquiña como perros flacos. El piojo ponía un huevecillo pegado a la raíz del cabello llamado liendre. La liendre era más fácil de localizar y quitar porque no tenía movilidad como el piojo que corría por el bosque de cabello, escondiéndose del dedo que lo cazaba. Era común ver por los patios una fila de familiares sentados unos de espaldas a otros, en el ritual de espulgarse como changuitos bajo el sol.

En aquél tiempo, muchos remedios se usaron para combatir esta plaga. Se usaba un peine de dientes muy delgados y juntos, que arrasaban con los insectos que eran barridos entre el pelo porque no podían escapar entre los apretados dientes del peine. Hasta se hizo popular el dicho aquél que rezaba: “Ábranse piojos, que ái va el peine...” Otro remedio, el más fácil, era rapar a los piojosos. Era muy común ver por la calle familias enteras de niños rapados a navaja para que el piojo no encontrara dónde fincar sus colonias.

Así como hoy es remedio contra la sarna, bañar al perro con aceite quemado para matarle todos los ácaros de la roña, así en aquel tiempo frotaban la cabellera con petróleo. Otros, frotaban con alcohol la cabeza del empiojado y se le cubría con un trapo o un hule para que los piojos aspiraran sus vapores y murieran ahogados. Hasta había un chiste que decía que el mejor modo de acabar con los piojos era echar en el pelo alcohol o tequila y luego arena. Los piojos se emborrachaban, se peleaban y se mataban a pedradas entre ellos.

Se decía que lavar la cabellera con amole, la raíz de la lechuguilla, era la receta que acabaría con estos inquilinos indeseados. Su espuma picosita los iba secando hasta que se morían.

El piojo era un prolífico habitante de nuestro mundo y cuando se limpiaba una cabeza, de otra llegaban a poblarla de nuevo; o si no, quedaban las liendres, que al fin larvas, muy pronto iban a llenar de nuevo nuestras cabelleras.

Claro está, el mejor modo de combatir el piojo, era el aseo, el baño constante; pero en aquellos tiempos que el baño era cada semana, ¿se imaginan? Por eso este parásito tenía más que ver con nuestras costumbres que con cualquier proyecto de Salubridad.

Como sea, con los modernos champúes que lo matan al instante, y el saludable y nuevo hábito del baño diario, el piojo se ha alejado pero no acabado. Así que… ¡cuidado!, el piojo acecha y cualquier día sentirá otra vez “pasos en la azotea...”, caminantes por el cuello... una comezoncita sabrosa en la nuca o las patillas; y luego, muy pronto, todos estaremos bailando con los brazos en la cabeza, la Danza del Piojo... ¿Ya siente comezón...?

¿Cuántos del público ya se estarán rascando, sugestionados nomás de recordar cuando tenían piojos?

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