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DÍA DE GUADALUPE

ENCUENTRO CON LAS TRADICIONES VIVAS

Llegó el mes de diciembre, y con él, una de las fiestas más esperadas del año: el 12 de diciembre, día en que se conmemora un aniversario más de la aparición de la Virgen de Guadalupe.

Era el año de 1531. En México terminaba la primera década de la Época Colonial pues habían pasado diez años, de la fatídica caída de la gran Tenochtitlan, capital del Imperio Azteca. Contando a los mayas, totonacas, tlaxcaltecas, purépechas, mixtecos, zapotecos, y otros, reino tras reino fueron cayendo bajo el armamento superior del invasor español que fue arrebatando bienes y propiedades a los indios; imponiéndoles gobierno, esclavitud, servidumbre y religión, en una de los capítulos más terribles de la historia universal; aunque algunos ilusos, a esta tragedia le han querido llamar “El encuentro de dos mundos”, ignorando toda la tragedia que se vivió pues en pocos años, murieron alrededor de dieciséis millones de indígenas.

Era grande el desconsuelo en que el indio vivía y era incomprensible el mensaje del amor de Dios que los frailes trataban de introducir en la población, pues los que predicaban el “no matarás”, casi los habían exterminado y sin misericordia alguna los seguían matando; los que decían “no codiciarás la mujer de tu prójimo”, les habían arrebatado a sus mujeres para hundirlas en la peor humillación. No había mandamiento que no rompieran los que trataban de catequizarlo. El mensaje de amor se estrellaba ante la realidad y la incongruencia pues la inmensa mayoría era amenazada con “bautizo o muerte”. Así, nada querían saber de los “dioses blancos” que los invasores adoraban en sus templos.

En este estado de cosas, sucedió que el 9 de diciembre de ese año de 1531, el indio Juan Diego, cuando se dirigía de Chautitlán a Texcoco, al pasar al pie del cerro del Tepeyac, oyó trinos muy hermosos y escuchó que de la punta del cerro una dulce voz lo llamaba en su idioma, el náhuatl.

Al subir a ver quien le hablaba por su nombre, se encontró con una bella doncella también de rasgos indios, cuyo vestido reverberaba como el sol, dando resplandor a la piedra sobre la que se hallaba y haciendo lucir a árboles y matorrales como piedras preciosas. La bella del Tepeyac se identificó como la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, y le pidió que fuera a decir al Obispo de México, que deseaba que en ese lugar se levantara un templo en su honor.

Juan Diego trató de cumplir con la encomienda, pero no era fácil ser recibido por el obispo Fr. Juan de Zumárraga y de sus empleados menores, no pudo pasar. Tras paciente espera, lo presentaron ante el alto dignatario de la iglesia quien escuchó paciente; pero en realidad no creyó en su mensaje.

Esa tarde, llegó triste al Tepeyac a decirle a La Reina del Cielo que no había sido escuchado por ser solamente un pobre de esa tierra; que mejor enviara a uno de los principales porque él era un hombrecillo humilde.

La mujer le contestó que le sobraban servidores, pero era su voluntad que precisamente él, fuera a llevar el mensaje al Obispo.

El día diez de diciembre Juan Diego insistía ante el Obispo, quien le dijo que no bastaba con su palabra, que la Reina del Cielo le diera alguna prueba.

La tarde de ese día, tras comunicarle la respuesta a la virgen, ella le ordenó:

_Ven mañana y te daré la prueba que necesitan.

El día once de diciembre, Juan Diego descubrió a su tío Juan Bernardino, muy enfermo; y todo el día se le fue en atenderlo. Fue hasta el día doce, que salió a Tlatelolco a buscar auxilio espiritual para su tío, que ya parecía estar en agonía, y para no perder más tiempo, procuró no subir por el Tepeyac. Caminó al pie de la loma escondiéndose de la Reina del Cielo. Pero ella se le apareció al pie del cerro, y le preguntó:

_ ¿Qué pasa, el más pequeño de mis hijos? ¿A dónde vas? ¿A dónde te diriges?

Juan Diego le confesó que se había ocupado con su querido tío enfermo, y la Madre le contestó:

_No temas… ¿No estoy yo aquí, que soy tu madre?

Le dijo que subiera al cerro y le trajera rosas en su tilma. El indio obedeció y se presentó ante ella con la prenda que se usaba como capa, llena de rosas. La virgen tocó las flores y le dijo que las llevara como prueba ante el Obispo.

Juan Diego se dirigió a la ciudad de México, y la Madre se presentó ante el viejo Bernardino para levantarlo de su lecho de enfermo. A él le pidió, que dijera al obispo, que sería nombrada “Santa María de Guadalupe”.

Cuando Juan Diego se presentó ante Fr. Juan de Zumárraga, abrió ante él la tilma, y las rosas cayeron dejando impresa la imagen misma de la Reina del Cielo. Todos los presentes cayeron de rodillas ante el prodigio. Y así, creyeron en el milagro.

En el cerro del Tepeyac se levantó una capilla pequeña que fue creciendo con la grey india y mestiza que, maravillados que la Reina del Cielo se había presentado a uno de su raza, adoptando su lengua y el color de su piel, le rindieron culto acudiendo a misa con procesiones, cantos y danzas; hasta llegar a construir el santuario más grande de América Latina y constituir el 12 de diciembre, Día de Guadalupe, como la fiesta más grande de la nación mexicana.

Desde entonces, La Morena del Tepeyac, la Virgen de Guadalupe, conquistó el corazón de todos los mexicanos: indios, mestizos y criollos, para ser nombrada con justicia: La Reina de México.

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