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PARA CURAR EL EMPACHO

Los males intestinales fueron el azote de la población infantil por aquellos tiempos en que no había agua potable y la que había estaba deficientemente tratada. Así pues, los cólicos, las diarreas, las seguidillas, el no llego – no llego y el corre – corre era la costumbre de todos los días. Algunas veces, la enfermedad estaba en la comida; pero la mayoría de los casos era la insalubridad en que vivía la gente.

Algunos remedios fueron la bebida cotidiana en las familias como el cocimiento de estafiate, de hierbabuena, de hojasé y el mascar la hierba amargosa. Pero cuando nada daba resultado, se pensaba que quizás había que hacer una limpia a fondo y entraba la horripilante lavativa. Se levantaba la vasija con litro y medio de agua y por el tubo de hule que tenía en la base bajaba el agua a una cánula o bitoque que se insertaba en salva sea la parte para lavar los intestinos que quedaban relavados y listos para reiniciar el tratamiento con más tecitos.

A veces, aún después de haber sufrido una lavativa, la cura no llegaba y se concluía que el niño tenía empacho. Esto era –según el saber popular de aquellos tiempos- que el paciente tenía pegado algo al intestino; quizás algo de hule que se comió, celulosa de tomate, o hasta una liga que se le fue por andar jugando con ella en la boca. Esto era estar empachado: tener algo pegado en algún lugar del intestino.

La curandera era siempre alguna anciana que nos recibía, nos hacía quitarnos la camisa y de ser posible, también los pantalones. Enseguida, se untaba algún sebo en las manos y nos empezaba a sobar el vientre boca arriba, los costados boca abajo y la cintura a la altura de los riñones y la rabadilla; o sea, donde la espalda empieza a perder su nombre.

Hasta ahí todo parecía bien aunque nos daba pena que una desconocida nos tuviera en puros calzones y nos manoseara con y sin permiso. Pero lo que seguía, era una verdadera tortura: una sobada, y luego tomar un pedazo de nuestra carne y pellejo para darle un enérgico estirón hacia arriba. Parecía que quería arrancarnos un pedazo de la panza, del costado, de la baja espalda. Sobada y estirón, sobada y estirón, hasta que se sentía y se oía que algo tronaba en nuestro interior, un chasquido que según decían, era la señal de que algo malo en nuestras tripas ya se había despegado. Estábamos curados; pero quedábamos llenos de manchas coloradas de los pellizcos y estirones de pellejo.

La cura de empacho, es una receta que ya poco se ve pero aún se practica como tratamiento tradicional para tratar las diarreas y malestares intestinales más tercos. ¿Recuerda usted el nombre de alguna buena señora que aplicaba este tratamiento a los niños empachados? Si, la recuerda, no la odie; piense que sólo eran los remedios de la medicina nativa que nadie sabía como curaba; sólo sabían, que curaba…

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