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LA AZANZA

Anáhauc, N.L., Méx., un pueblo que se niega a morir y se levanta por sobre la desgracia que dejó el huracán Alex. Muchas calles alcanzó el agua y aunque algunas solamente fueron invadidas en su planta baja por unos veinte centímetros de agua, sin embargo fue suficiente para la pérdida de muebles. Otras casas fueron cubiertas completamente o a altura suficiente como para que la construcción quedara con daños estructurales. Hay que construir de nuevo. Hay que volver a empezar. Pero estos, son hechos que se repiten en la historia.

Hoy dedicamos al pueblo de Anáhauc, la leyenda escrita sobre hechos reales registrados por la historia. Dispóngase usted a leer...

LA AZANZA
Crónica verdadera de una inundación

Los indios lipanes, pueblo que perteneció a la gran nación Apache, aquel año de 1798 tomaron la iniciativa de buscar contacto con el "hombre blanco" realizando entrevistas con autoridades administrativas y militares del Virreinato para ofrecer la paz.

Las gestiones empezaron. El jefe Francisco entrevistó al comandante de la guarnición de San Agustín de Laredo mientras Cusaso hacía lo mismo con el jefe militar del presidio de Lampazos. La razón de tal iniciativa era que los comanches ya habían concertado la paz con el gobierno de la Nueva España y les permitieron acomodar su poblado cerca de San Antonio de Béjar, en Tejas. Los apaches vivían por aquella región al norte del río Bravo y no podían estar cerca de los comanches, pues ambos pueblos eran mortales enemigos y sus luchas las convertían en verdaderas masacres donde no se perdonaban mujeres, ancianos o niños. Atormentados por un odio ancestral, y ahora avecindados, estaban amenazados con una guerra de exterminio.

Pero la paz les fue negada por la desconfianza que se les tenía, pues en 1791 habían pasado por la región asolando todo Lampazos y Vallecillo, dejando diecinueve vecinos muertos, llevándose diecinueve cautivos y miles de cabezas de ganado entre caballos, reses y cabras. Sin embargo, provisionalmente se les dejó establecer rancherías a la orilla del río Salado, lejos de los poblados.

Desde la Punta de Lampazos hasta San Agustín de Laredo, había un gran territorio sin habitantes que hasta entonces sólo había servido como escenario de enfrentamiento entre todo tipo de indios y españoles criollos. Era el lugar ideal para el acomodo de los lipanes pero, para negarles el asentamiento, Don Simón Herrera, Gobernador del Nuevo Reino de León, dispuso en 1779 crear un poblado criollo a la orilla del Salado y se escogió un paraje llamado Santo Domingo. Era un llano que permitiría la persecución de indios enemigos, ya que no tenía lomeríos donde se pudieran ocultar. Así, algunos vecinos de Lampazos, Villaldama, Sabinas y Vallecillo, se apuntaron en la aventura de crear una nueva frontera para contener las incursiones indias.

Cerca de ciento cuarenta colonos, entre familias y militares, llegaron en desfile de caballería, guayines y carretas tiradas por bueyes o mulas y se acomodaron a la orilla del río, por las cercanías a lo que es hoy el ejido El Puente. Se le puso por nombre Villa de Nuestra Señora de la Candelaria de Azanza y llenos de entusiasmo, se dedicaron a construir casas, templo, cuartel, almacén y a explotar aquella tierra pródiga en terrenos fértiles, aquellos montes buenos para el ganado y poblados de varias especies para cacería, así como la abundante pesca en el Salado. Un promisorio futuro los esperaba.

Se habían matado ya dos pájaros de un tiro: al tiempo que se beneficiaba a más familias con nuevas tierras, se tenía ya el pretexto para negar espacio a los apaches que tendrían que seguir errantes, sin lugar en un mundo arrebatado en su totalidad por los insaciables blancos. Aunque ya no podían alegar el abandono del territorio, aún así los lipanes siguieron su peregrinar por Laredo, Vallecillo y Lampazos, mendigando una paz que la “gente de razón” les negó por todos los medios. No se podía "dar ni negar la paz en los términos en que la solicitaban". Había que obligarlos a respetar la Ley aunque en nada los favoreciera, y en caso de hostilidad: "combatirlos con firmeza..." Así, los indios de guerra estaban condenados a morir en combate y los indios pacíficos, condenados al esclavismo o a vagar por las tierras hasta su total extinción por hambre y enfermedades entre montes secos donde hasta el acceso a los manantiales se les negaba. Quizás, en nuestro tiempo, entendamos ya porqué el indígena jamás pudo entender la “moral” de los cristianos.

El día 21 de junio de 1802, una temporada de lluvias se abatió sobre el valle de Santo Domingo durante once días con sus noches, tal vez para recordar a los hombres quién es el verdadero Dueño de la tierra. Fue una lluvia regional que abarcó casi todo el noreste del país. Si desde Monclova y Santa rosa, Coahuila, los aguaceros inundaban el territorio, es de comprender que el río Salado tendría una creciente extraordinaria. Las aguas desbordaron el cauce y su franja cubrió una extensión de veinte kilómetros de ancho. La tempestad fue destruyendo todo el caserío de adobe y hasta las más fuertes construcciones fueron cediendo al deslave tras cientos de horas de escurrimientos. Al llegar la invasión de las aguas, los pobladores tuvieron que huir en busca de lomas para salvar la vida; pero, los más débiles y desvalidos, fueron atrapados por la corriente quedando algunos trepados a los mezquites para no perecer ahogados.

Los colonos miraban a lo lejos el rugiente correr de la corriente e impotentes veían a sus familiares y vecinos que, atrapados sobre los árboles, habían dejado de hacer señas demandando auxilio y ahora esperaban resignados a que una nueva oleada los cubriera para entregar a Dios la vida que alguna vez les dispensó. En la colina, los más sensibles lloraban pensando en aquellas vidas por las que ya nada se podía hacer, así como en todo el ganado y enseres que se habían ido con la creciente para dejarlos en la ruina total.

Llegaron los apaches...

Contemplaron toda aquella destrucción y a los blancos llorosos y disminuidos por la tragedia. Miraron a lo lejos a los ancianos, mujeres y niños que sobre los mezquites esperaban silenciosos el momento final. Los atribulados colonos pensaban que lo último que les podía suceder era una embestida apache pues, tras días de humedad y frío, sus armas y ánimo se habían perdido y se sentían indefensos ante los orgullosos guerreros.

Los indios se acercaron al filo del agua y ante el azoro de todos, en silencio se fueron lanzando a la corriente; y a tramos caminando y tramos luchando a brazadas vigorosas, vencieron la distancia y el agitado caudal. Por parejas llegaron a cada árbol donde los ateridos náufragos se aferraban a la vida. Tras tomar a cada uno, remontaron las aguas de regreso, nadando con gran habilidad en el salvamento, hasta llegar a la orilla cargando en brazos aquellas vidas arrebatadas de las garras de La Muerte; dando una demostración de nobleza y calidad humana, que rara vez les a sido reconocida por la historia del hombre “blanco".

Las lluvias cesaron dejando desolación y ruinas en lo que pudo haber sido un próspero poblado. Los colonos, sin ayuda del Gobierno, ya no podrían volver a empezar y regresaron a sus pueblos tras casi cuatro años de esfuerzo inútil. Las tierras en disputa quedaron otra vez abandonadas.

Para los apaches, hubo un momentáneo agradecimiento por salvar doce vidas en riesgo de la propia; pero bien pronto la ingratitud y la soberbia volvieron a tomar su lugar y el indio tuvo que continuar eternamente perseguido, huyendo y luchando en retirada por que toda la tierra que pisara ya tenía un dueño. Si aguantaba el maltrato, era un indio bruto; si respondía airado, era un bárbaro salvaje al que había que exterminar por ser una amenaza. Y así vagó por siempre hasta ser completamente borrado de la faz de esta tierra donde jamás se le quiso dar un rincón bajo el sol.

Hoy, Azanza es sólo un conjunto de montículos de tierra donde a duras penas se adivina que alguna vez fue un poblado. Las tierras siguen ahora tan solas como entonces y sólo el venado y el jabalí comparten el espacio que alguna vez le fue negado al hombre. A veces, encontramos alguna punta de flecha que quedó por ahí como único vestigio del indio peregrino, y suspiramos por un tiempo de intolerancia y avaricia que acabó con todo un sector de la humanidad en el nombre de una religión y civilización que benefició solo al conquistador.

Y algunas noches, ejidatarios y rancheros que van de paso, ven a lo lejos un conjunto de luces pequeñas y hasta llega con el viento el vocerío de gente que conversa y sonríe al futuro. Nadie acude a ese llamado... Saben muy bien que La Azanza es hoy un pueblo fantasma que quedó en un trágico intento y sólo los muertos están ahí, olvidados y perdidos en un panteón del que ya ni huella existe porque el polvo de los siglos fue cubriendo todo de olvido.

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