EL RIO SALADO
En un atardecer, cuando el rojo sol yacía acostado perezosamente en el horizonte, don Pinolillo se vio rodeado de nietos y peones, y aprovechó para contar una de sus famosas historias:
_ Hace muchos, muchos años, cuando era aún joven y nadie había llegado por estas tierras de Anáhuac, cada verano la situación era de angustia por la dura sequía que causaba gran mortandad en el ganado, y no se diga de los sembrados... En ese entonces, una idea vino a mi mente que acabaría los problemas de esta seca región: En una fragua hice un arado gigante, pero tan grande, que haría surcos de más de cinco metros de hondo. Busqué los bueyes mas apropiados y entre el ganado encontré dos tan altos, que los más grandes mezquites apenas les rozaban la panza.
_Todo estaba listo. Cargué a las bestias con la herramienta y me fui hasta los manantiales de lo que hoy conocemos como Nueva Rosita y Sabinas, Coahuila. Ahí armé la yunta y clavando el arado en el suelo, me vine abriendo la zanja de lo que hoy es el cauce del río Salado; dejando la región con un caudal de agua que trajo la vida a esta tierra.
Uno de sus oyentes, lleno de dudas, le preguntó:
_Oiga don Pinolillo, ¿pero por qué le quedó tan chueco y lleno de curvas? ¿Por qué no hizo el río derechito, derechito?
El viejo era una liebre muy peñasqueada y tenía respuesta para todo. Sin un gesto de sorpresa, le contestó con el cigarro de hoja apretado entre los dientes:
_ Mira m’hijo... Lo que pasa es que cada vez que volteaba pa 'tras, pa 'ver como iba el surco, los bueyes se me iban pa’ un lado...
¡ Ah que don Pinolillo ...!
¿Y CUANTOS CABALLOS ERAN…?
El rancho de Don Pinolillo era tan grande, pero tan grande, que no podía saber cuántas hectáreas tenía. En esas tierras había tantos caballos sueltos por las praderas, que nadie podía ni contarlos. Una tarde, bajo un huizache, contó a sus nietos la vez aquella cuando hubo un valiente que intentó un sistema para contarlos.
_ Un día, llegó al rancho un ingeniero de esos que creen que “se las saben de todas, todas”. Se entrevistó conmigo y me ofreció su ciencia para acabar con aquella duda.
_ Trato hecho... Muy temprano por la mañana, llegó con cien peones para hacer un corral tan grande, tan grande, que llegaba de Salinillas hasta La Capilla. Terminada esta etapa del plan, montó otros cien jinetes que él en persona iba a dirigir desde un aereoplano. Pensé que era muy exagerado; pero, con tal de saber el número de cabezas de ganado, le entré a pagar todos los gastos. Los ensillados se fueron a los cuatro puntos cardinales y el avión voló sobre ellos.
_No sin grandes problemas, pero lograron juntar todas las bestias. De un rincón del corralote, salía un angosto corredor por donde cabía nomás un caballo. A mediación colocaron dos postes especiales para que al pasar por ahí los animales, los contarían de uno en uno, hasta que quedara el corral vacío.
_¿ Y por fin cuántos caballos eran, 'güelito? -Preguntó uno de sus chimuelos nietecitos.
Arriscando las alas de su sombrero y saboreando bajo el bigote amarillo su eterno cigarrito de hoja, el viejito le contestó a su atento y asombrado público:
_ La verdad, nunca se supo m'hijito. Por que al ir pasando, los caballos iban levantando polvo y haciendo un surco; y el surco se fue haciendo zanja; y la zanja se fue haciendo pozo; pero tan hondo, tan hondo, que allá en la oscuridad del fondo ya ni se podía ver el desfile de caballos. Las bestias siguieron pasando por días y días; y el ingeniero se fue derrotado y lleno de vergüenza.
¡ Ah que don Pinolillo ...!
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