Fuente: Luis Osvaldo Cruz Arizpe
Cuántas historias se cuentan para apoyar la creencia de que cada noche del Primero de Noviembre las almas de nuestros difuntos llegan a nuestra casa a buscar las ofrendas que sus deudos les hayan puesto en el Altar de Muertos. Se les dejan los paltillos que fueron sus preferidos en vida y las almas llegan esperando encontrar las ricas enchiladas, el mole, el pipián, las tortillas de harina, los tamales, el adobo, el atole, el chocolate, el pan, y los dulces que disfrutaron en vida. Sin embargo, la mayoría de los difuntos se encuentran con el olvido y la ingratitud de sus seres queridos que los ha enterrado junto con su recuerdo.
Esta historia es un hecho que ocurrió en el rancho Santa Catarina, del pueblo de Tlaltenampan en el Estado de Puebla. A mí esta historia me la dijo mi abuelita, a ella se la contó mi abuelo, y yo la comparto con norestense.com.
Mi abuela me la relató así:
“Allá en mi pueblo -contaba la gente-, que eran dos hermanas ya mayores, dos señoras que vivían solas; una se llamaba doña Juana, quien era cieguita, y otra doña Herminia. Doña Juana decía que tenía el don de escuchar a los muertitos que venían a toda hora del día o de la noche a contarle sus alegrías y sus penas, pero nadie del pueblo le creía. Ella, que era muy devota a las santas ánimas del Purgatorio, por las fechas del primero y dos de noviembre, siempre ponía ofrenda.
Una de esas ocasiones le dijo a Herminia: _ Hermana, pon comida para los muertitos. Van a venir a comer y hay que prepararles sus ofrendas.
Herminia contesto: _ ¡Claro Juanita! El altarcito para las santas ánimas no puede faltar nunca. -Pero Herminia se hizo la remolona y no levantó el altar para los muertos.
Aquella noche, como a las doce, Juana, escuchó ruidos y supo que eran los muertitos que llegaban en pequeños grupos a explorar la casa en busca de alguna ofrenda. Ella escuchó los ruidos de las almas, sus conversaciones, y oyó que una de ellas decía:
_ No nos dejaron nada… ¿por qué habrá sido...?
Juana, al escuchar esta triste queja, se acordó de la promesa de su hermana. Como pudo, se bajó de la cama y, a tientas, se dirigió al cuarto de al lado; llegó hasta Herminia y la movió para avisarle de su olvido pero su hermana, ya estaba muerta.
Juana, esa noche, pudo ver una escena que la llenó de tristeza. Era todo lo que habría visto en su vida, pero lo que observó fue cómo los muertitos se llevaban a su querida hermana Herminia.
Mi abuelita me hizo saber que los muertos no perdonan que se juegue con ellos, especialmente durante la noche de Difuntos.
Fue también en el rancho de Santa Catarina Tlaltenampan, donde un niño, conocido por mi abuelita durante su infancia, cometió también un sacrilegio a los santos difuntos. Ese niño, quien se llamaba Juan, no le hacía caso a su mamá, quien era mujer muy buena, amable, tierna, cariñosa como tantas madres que hay en México.
Un día, Juan hizo enojar a su madre y salió huyendo de la casa; pero su madre, al correr tras él, se murió en ese coraje.
El tiempo pasó y el niño nunca demostró arrepentirse. Se acercaba el 10 de Mayo. Juan, que seguía siendo muy mal hijo y hermano, no parecía alguna vez llegar al arrepentimiento. Así, una vez, una tía le dijo que por ser la víspera del Día de las Madres, pusiera ofrenda sobre la mesa o que le llevara flores a la tumba para que su madre lo perdonara.
El niño renegado, no quiso; al contrario, llegado el 10 de Mayo dijo a su tía:
_ ¡Qué flores, ni qué flores…! ¡Voy a ir a la tumba de mi mamá y le voy a poner un tejacal lleno de caca de toro...! –Y caminando por el campo, encontró pasojos secos que fue echando a un tejacal grande, y se fue al camposanto. Anduvo buscando entre las tumbas la cruz con el nombre de su madre, ahí puso la caca de toro como un insulto a la memoria de su santa madre.
Esa tarde, se fue a cortar leña y escuchó el ruido como de un zumbido. Volteó la cara al cielo, y vio a muchas madres con rumbo a las alturas llevando entre las manos flores, dulces y chocolates; saboreando todavía con una sonrisa los abrazos y besos que en espíritu habían recibido. En aquel largo desfile, vio a su madre al final de la fila de almas santas, llevando entre sus manos un tejacal con caca de toro. La vio triste, sola y llorando...
El niño de corazón duro, ignoró aquella escena de dolor y cerró aún más su corazón. Concentrado en los recuerdos de odio que le provocaba la imagen de su madre, de un hachazo quiso partir un tronco seco; pero el árbol, se abrió…, ¡y se lo tragó! Nadie pudo escuchar los gritos de terror de aquel niño malvado que desapareció para siempre en las entrañas de aquel árbol que siguió allí, en medio del campo, como si nada hubiera sucedido.
Pero por las noches de mayo, la gente cuenta que se escuchan gritos de dolor y espanto. Gritos de un niño que parece que está pagando todavía sus culpas y nadie sabe que hacer para aplacar la ira de las ánimas que aún lo mantienen castigado por haber ofendido la memoria de su madre.
Las ánimas no perdonan las burlas que se les haga, y menos durante los días santos como lo es un 10 de Mayo, Día de las Madres.
Norestense fue desarrollado en Drupal