Cuenta una leyenda de origen inmemorial, que había una vez un hombre que no creía en la tradición que dicta que los muertos llegan a todos los hogares, la noche del Primero de Noviembre a tomar del Altar de Muertos los platillos que sus familiares les ofrecen. Aquella tarde tuvo una fuerte discusión con su esposa, porque ella le suplicaba le diera algo de dinero para abastecer un altar dedicado a sus abuelitos, que ella aún recordaba con mucho amor.
Como hombre desobligado que era, dejó su rancho y se fue a beber a la cantina del pueblo sin pensar que en su casa no había nada digno que comer, menos para ofrecer en aquella celebración que consideraba tonta.
A las tres de la madrugada, salió dando tumbos con el paso característico de los borrachos y se fue hacia su casa. Pero en el camino, el cansancio lo venció y se sentó recargado en el tronco de un mezquite. Con la mente nublada por el alcohol empezó a caer en un estado de duerme – vela que no sabía si estaba alucinando, soñando o viviendo una experiencia sobrenatural.
Desde el tronco donde descansaba, vio que frente a él empezó a pasar una procesión de personas que, tras mucho negarse a aceptarlo, tuvo que reconocer que estaban muertas. Entre la obscuridad y la bruma, alcanzó a ver que llevaban entre las manos platillos con las más variadas y sabrosas comidas y postres. Arrastraban en silencio los pies en un avance lento, caminando con rumbo al panteón del pueblo. Al final de la procesión vio a dos ancianos de muy humilde atuendo, que lucían una expresión muy triste porque llevaban cada uno un plato pobremente surtido. Uno llevaba quelites y otro unos tacos de frijoles.
El hombre lleno de terror ante aquella procesión de ultratumba se levantó y llegó corriendo a su casa. Lleno de dudas preguntó a su mujer qué había puesto en el Altar de Muertos. La esposa le dijo muy triste:
_Como no me diste dinero, no pude mas que cocinar unos quelites para mi abuela y unos taquitos de frijoles para mi abuelo. Míralos, ahí están todavía...
En el altar estaban aquellos platos que vio en manos de los ancianos de la procesión de los muertos, y junto a ellos, el retrato de los dos viejos que acababa de ver caminando entre los difuntos.
Desde entonces, aquel hombre se agregó a la tradición y en su casa ya nunca más faltó un platillo ofrecido a los difuntos que siguen visitando sus antiguos amores cada noche del Primero de Noviembre, la víspera del Día de los Muertos.
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