Era el año de 1977. Trabajaba en el pueblo de Lampazos de Naranjo, Nuevo León. Lejos de mi familia, tenía que buscar asistencia en mis necesidades como techo, alimento y ropa limpia. Tenía una casa en renta y comía lo que podía preparar y una vecina del pueblo lavaba mi ropa. Ella vivía sola en compañía de su pequeña hija y su madre; y una vez, esta última tuvo que salir a Monclova, Coahuila, a visitar con urgencia a otra hija.
Aquella tarde, la joven señora, que sentía que era yo un hombre confiable, me dijo tener miedo a estar sola porque en aquella ruinosa casa colonial se escuchaban ruidos extraños. Yo, considerando no ser tan impresionable, acepté hacerle compañía. Ella dormiría con su hija en una cama al fondo del gran cuarto de casi cinco metros de ancho por diez de largo y yo, al otro extremo, en un viejo catre que arregló con limpias sábanas y cobertores. A las nueve de la noche, se apagaron todas las luces.
Tras algunos minutos de pensamientos y recuerdos por mi familia ausente, el sueño iba poco a poco tomando posesión de mis sentidos. Pero enseguida, una respiración empezó a resoplar muy tenue pero audible, cerca a mi oído derecho. Inmediatamente, me negué a mí mismo aquello que creía escuchar; pero el resuello insistió hasta hacerse oír claramente sin posibilidades de ignorarlo. Era cierto, algo raro sucedía en aquella casona.
Volví el rostro al otro lado. Ahora mi oído izquierdo empezó a atestiguar el sonido. Era una respiración vieja, cansada, que resoplaba en ahogos como de un asmático. Aunque escuchaba con respeto una evidente manifestación de un ente del Más Allá, decidí desentenderme y poner la almohada sobre mi cabeza. Unos minutos más, y ya estaba dormido.
A la mañana siguiente, desperté al ruido de vasijas en el cuarto contiguo que servía de cocina. La mujer preparaba el almuerzo a las seis y media de la mañana. Al ver que ya estaba despierto me llamó a la mesa. Me levanté para el aseo matutino y tras el arreglo personal, me senté ante un plato con huevos y una taza de café.
Mientras degustaba el platillo, le pregunté como con desinterés:
_ ¿Quién dormía en ese catre que me preparó?
_ Allí dormía mi papá. –Contestó ocupada en reacomodar los trastos.
_ ¡Y de qué murió su padre?
_ Mi papá, don Josecito, murió de asma...
No pregunté más… Esta última respuesta me pareció que removía cosas que ya debían estar en el olvido. Callada, me acercó más tortillas calientes. Se sentó frente a mí y trató de sonreír. Correspondí el gesto y comimos en silencio. Ella jamás sabría que probablemente el espíritu de don José seguía agregado a la familia como una etérea compañía.
No se presentó la ocasión de volver a dormir en aquella casa; pero por muchos años, en alas del recuerdo, casi volví a sentir pegado a mi oído...
El aliento del muerto...
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