La Revolución estaba en los últimos disparos y los pocos habitantes de Estación Rodríguez, en lo que hoy es Anáhuac, Nuevo León, ya se habían habituado a ver pasar por sus cercanías las columnas guerrilleras o de soldados federales; unos en persecución de otros, o de paso en busca de armamento al otro lado de la frontera.
Se cuenta que por aquel entonces, una muy pobre familia campesina se dirigía a su casa en un maltrecho carromato por los lugares que hoy ocupa el ejido Nuevo Rodríguez. Dicha familia, se componía de una joven pareja y dos pequeños. Súbitamente, oyeron a lo lejos disparos, gritos, y vieron que todavía a gran distancia, se acercaban varios revolucionarios a caballo custodiando un exprés y, mucho más atrás, una columna de federales en persecución de los guerrilleros. Inmediatamente, sacaron del camino la carreta y se ocultaron en un cerrado monte para no ser vistos por aquellos hombres armados; observando como al llegar frente a ellos, los revolucionarios se detuvieron, comprendiendo que el exprés y su carga no les permitirían avanzar a la velocidad requerida. Así que, en un agujero que había a la vista, quizás una madriguera, escondieron decenas de pequeñas bolsas de lona con monedas de oro hasta vaciar el carruaje. Al terminar, uno de ellos se paró frente al entierro y gritó en actitud solemne: “¡Para que saquen este oro, tendrá que pasar un borracho comiendo tamales!” -Apresurados, volvieron a sus cabalgaduras y, abandonando el vehículo, se retiraron a galope tendido. La familia observó como al conjuro, el hoyo aquél se infestó de cientos de ratones, y esperaron llenos de miedo la oportunidad de escapar temiendo haber sido alcanzados por aquel hechizo. Vieron pasar la tropa en persecución y, un rato más, salieron de entre los breñales y se alejaron lo más rápido que su desvencijado carretón se lo permitía, ansiosos de llegar a su casa.
Pasaron muchos años y se creó el Distrito de Riego 04 donde se repartieron parcelas a mexicanos llegadas de todas partes del país y expatriados de los Estados Unidos. Aquella familia de pastores nada alcanzó, y los hijos se iban por temporadas, huyendo de la miseria y de la servidumbre mal pagada. La pareja era ya un par de ancianos llenos de preocupación y amargura por la vida tan pobre que les había tocado vivir. La capacidad de trabajo ahora era poca y las necesidades cada vez mayores. Los ancianos se sentaban a esperar el amanecer y a repasar la diaria preocupación por la supervivencia.
Un día, buscando un porqué a su eterno carecer de todo y dando vueltas a sus recuerdos, el viejo dijo a su señora:
_¿Te acuerdas de aquellos revolucionarios que pasaron frente a nosotros hace muchos años? - La mujer le extendió una taza de café buscando en su mente aquel suceso.
_¡Ya estoy cansado de tanta pobreza!, -continuó el anciano. -Toda la vida hemos trabajado y nunca hemos tenido una satisfacción. Todo nuestro esfuerzo ha sido inútil. Es hora ya de que nuestra vida cambie, y más ahora que estoy viejo y no puedo trabajar como antes... –Y quedó con la vista clavada en el café mientras recibía la pobre ración de frijoles, y soltó esta pregunta largamente acariciada:
_¿Te acuerdas del hechizo que lanzaron sobre aquel tesoro?
Cuando el sol salió, sorprendió a una anciana preparando tamales envueltos de esperanza y sueños renovados mientras el hombre preparaba el viejo carretón entre trago y trago de mezcal. En la vida ya todo lo habían intentado y la fortuna siempre se les había negado; ese día harían un nuevo intento contra el destino. Frente al triste futuro de miseria y abandono que se extendía ante sus ojos, ya nada podían perder.
El vehículo avanzaba por los caminos hacia el paraje que el recuerdo señalaba. El hombre bebía y la mujer guiaba con una luz nueva en sus ojos, una chispa que alumbraba el camino oscuro que hasta entonces había recorrido. Quizás mañana, por fin habría un mañana...
Poco a poco, fueron llegando al lugar. Unos pasos antes, el viejo se bajó del carruaje. Se armó de valor, más lleno de miedo por una última decepción que por el momento esotérico que viviría. Apuró el último contenido de la botella y en un mareo acompañado de bocados de tamal, caminó por sobre el agujero plagado de ratones. Para su sorpresa, los ratones se evaporaron y las bolsas de lona aparecieron llenas de promesas de un mañana diferente.
Invadidos de una alegría jamás sentida, cargaron el carretón y enfilaron hacia una nueva vida. Una vida con posesiones que jamás soñaron y en una abundancia que hasta ese día, la existencia les negó.
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