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EL CHARRO NEGRO

Un jinete fantasma, ataviado en negra vestimenta, cabalga por los campos de Anáhuac, Nuevo León, sobre un corcel tan negro como la noche. Surge de La Nada para aterrorizar a los campesinos que a veces han sido físicamente atacados por este guerrero arcano cuya alma quedó perdida en tiempos y espacios de otra dimensión; pero irrumpe en nuestro mundo para llenar de pavor a quienes han tenido la mala suerte de avistarlo y, a veces, de enfrentarlo.

Hace muchos años, a fines de los años treinta, por el área de la escuela Regantes No. 1, vivían dos trabajadores agrícolas: Mónico Briones y su amigo Pablo Molina. Un día, a los primeros rayos del sol, salieron en sus caballos con rumbo a La Reforma, antigua hacienda en ruinas, con la intención de buscar sus fabulosos tesoros, que ya desde aquel tiempo, eran el sueño de la naciente población.

Al llegar al legendario lugar, se pusieron a escarbar y remover escombros hora tras hora, sin descansar mas que para tomar sus alimentos. A la llegada de la noche, los montes se refrescaron con un vientecillo agradable y las estrellas empezaron a tachonar el terciopelo celestial; pero todo esto, lejos de alegrar el ánimo de los exploradores, los hizo poco a poco perder la ilusión de encontrar lo que buscaban.

Se perdió la visibilidad, y al canto de los grillos, empezaron a recoger herramientas y preparar los caballos. A paso lento fueron bajando la colina y dejaron entre las ruinas la Esperanza que tanto tiempo los acompañó. Cabalgaban cabizbajos, comentando con un poco de amargura las patrañas que ya nunca creerían.

A media jornada, oyeron repentinamente un fuerte galope a sus espaldas. Voltearon a ver quién venía con tanta prisa por el camino, y un jinete estaba ya sobre ellos con un enfundado sable en alto. Un terrible golpe cayó sobre Pablo y sin darle tiempo a reaccionar, un segundo mandoble estuvo a punto de hacer caer de su montura a Mónico. El apocalíptico guerrero golpeaba sin piedad y certero. Los amigos, atrapados en tan repentino ataque, sólo acertaban a mover sus cabalgaduras en círculos o hacían retroceder en torpes movimientos a las sorprendidas bestias mientras la lluvia de golpes inmisericordes machacaban sus cuerpos. El jinete parecía una estampa del pasado con aquellas ropas que recordaban la chinaquería de los tiempos de Juárez y la invasión Francesa. Todo vestido en negro, los adornos de plata brillaban bajo la luna en centelleantes líneas de movimiento rápido. Al fin, acertaron a dar la espalda a tan aferrado enemigo; iniciando un desesperado galope a monte traviesa. El feroz jinete emparejó su negro corcel casi al centro de ellos y siguió golpeando inmisericorde y preciso a los asustados centauros. Enconchados sobre sus caballos, soportaron estoicos el castigo y cabalgaron un largo trecho bajo la lluvia de golpes. Por las inmediaciones de la Sección Uno, la persecución cesó y atrás quedó el terrible guerrero con el sable en alto.

Llegaron a la casa de Mónico todavía muy asustados. Escondidos en la seguridad de aquellas cuatro paredes, se dieron cuenta que en el sobresalto y espanto ni de las pistolas se acordaron. Aún les aguardaba una sorpresa mayor: sus cuerpos macerados no tenían ningún daño y ya el dolor había desaparecido. A no ser por el compulsivo temblor del miedo que los invadía, se podía decir que estaban en perfectas condiciones.

Después de estos hechos, vinieron las curas de “susto” a base de huevo, oraciones y piedra alumbre. Se recuperaron de la traumática experiencia y parecía que la historia se había cerrado; pero, una noche, Pablo fue sorprendido en el patio de su casa por un súbito empellón. Al tratar de levantarse, vio frente a sí al guerrero de sombras. En un grito se levantó e intentó refugiarse en su casa, pero todos los caminos le cerraba el belicoso enemigo; y tuvo que correr hacia la parcela bajo el tormento de aquel sable que subía y bajaba lacerando su pobre humanidad. Corría en círculos pidiendo a gritos piedad y ayuda. Todo era inútil; fue golpeado hasta que un desmayo vino a salvarlo de la tortura. Al amanecer, despertó y se descubrió a sí mismo tendido entre los surcos; sin una marca en el cuerpo; sin un rasguño; como si nada hubiera sucedido...

De ahí en adelante, aquel ser de Ultratumba ya no lo dejó en paz. Cualquier noche se presentaba y lo golpeaba con inmerecida crueldad. No le valieron oraciones ni curas de espanto. Pasó muchas noches de desvelo; con la amenaza de ser torturado en cualquier momento. Fue perdiendo apetito, peso; y un amanecer, quedó atravesado en su cama; con la mirada opaca y la expresión de miedo estampada en su rostro para siempre.

Su compañero se salvó ya que, extrañamente, él nunca fue molestado tras la primera experiencia. Se ausentó por mucho tiempo de esta tierra y se perdió por Coahuila; así pudo sobrevivir para contar a sus nietos esta sorprendente historia que hoy todavía corre entre la población; mientras, por la llanura, una sombra cabalga en busca de otras víctimas; sembrando de leyendas la tierra de Anáhuac.

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