Los encuentros con Lo Desconocido se dan en el momento menos esperado y muchas veces estar en actitud receptiva, esperando que las cosas sucedan, es inútil. Así es como una experiencia llegó a nosotros en pleno día, mientras estábamos ocupados en el trabajo.
Estábamos en los días finales de octubre del año de 2004, cuando se me pidió ayudar en la organización del Altar de Muertos de la Preparatoria 16. Unos lo armarían, otros lo adornarían con los objetos apropiados como las flores de zempasúchil, veladoras, cruz de cal al piso, pan de muerto, dulces regionales, platillos típicos, calaveritas de dulce, alguna botella de tequila y sobre todo, de objetos de las personas a las que se le dedicaba el altar. Víctor Hugo, el maestro de teatro, presentaría con alumnos algunos poemas prehispánicos a la muerte. En mi caso, tomaría el micrófono para hacer una semblanza histórica sobre el ofrendar a los muertos.
Algo más se me pediría…
Hacía unos días había muerto una alumna de la escuela y sus compañeros querían hacerle un homenaje colocando su retrato en el Altar de Muertos; llevarían también algunos objetos de su uso personal en vida entre los que estaban sus últimos libros de texto. Pero querían también que se le dedicara un poema de adiós y a mí me escogieron para que lo hiciera. Conmovido por la solidaridad de los muchachos y por la confianza puesta en mí, no podía negarme. Bien, además de la semblanza histórica, también le escribiría unos versos a aquella joven que era extrañada por maestros y alumnos.
Claudia era una joven de 16 años alumna del tercer semestre que una tarde, de pronto sintió un dolor de cabeza. Se le procuró algún analgésico que sin embargo, no pudo paliar el dolor que se hizo cada vez más insoportable. Ante sus lágrimas, decidieron que lo mejor sería llamar a su casa para que fueran por ella para una apropiada atención médica. Una noticia sacudió a sus compañeros el día siguiente: Claudia había muerto a causa de un derrame cerebral.
Los días se sucedieron mientras hacíamos acopio de materiales. Tres días antes, me llamó la subdirectora para comunicarme una disposición: Se pensaba que estaba demasiado reciente la muerte de la niña y sería muy cruel remover le herida aún fresca en el ánimo de sus padres. Mejor, se dedicaría el altar a la memoria de Josefina, una compañera maestra muerta hacía dos años.
Estuve de acuerdo, pero tenía algunas observaciones: Le hice fijarse que era una iniciativa de los alumnos que ya habían reunido todo, amén que los padres ya estaban de acuerdo con ellos y hasta habían prestado el retrato y los objetos de su hija.
Vistas las cosas desde este punto de vista, se pensó que no sería muy cortés una negativa a los padres y estudiantes. Se presentaría el altar dedicado a ambas compañeras ausentes.
Como el Día de Difuntos caía en inapropiada fecha por ser el primer día de exámenes, se exhibiría el Altar de Muertos el 28 de octubre.
El día llegó. Me presenté temprano para ayudar en lo que se pudiera ofrecer y Adriana, la maestra del Taller de Pintura, me lo agradeció porque la habían dejado sola en la labor. Con la ayuda de conserjes y cuatro alumnos, se armó el templete escalonado; se colocaron manteles y sobre ellos, todos los objetos propios de la ocasión. Terminado el trabajo, me retiré a dar una clase pidiendo que me llamaran cuando estuvieran listos para empezar.
Ya para acabar mi cátedra, me hablaron para dar inicio al evento. Mis alumnos me acompañaron y llegué ordenando mis escritos. Pero me recibieron con una noticia: Se quitó del altar el retrato de Claudia.
_Pero, ¿por qué hicieron eso? ¿No habíamos acordado ya todas las cosas? –dije bastante extrañado.
_Es que dice el fotógrafo que envió la Prensa que hay un espíritu muy fuerte aquí presente, que no lo deja trabajar –me explicó Adriana.
_A ver… Explíquenme bien porque no entiendo.
_Llegó y se dispuso a tomar una fotografía del altar para hacer una reseña en periódico El Norte; pero al enfocar, una mancha blanca se atravesó y le tapó la lente. Parecía que le habían puesto al frente una hoja de papel. Él, extrañado, miró a todos lados buscando al bromista, revisó y sacudió la cámara y se dispuso a un segundo intento. Otra vez, la mancha blanca que se atravesó.
“Entre confundido y asustado, dio unos pasos atrás; enfocó por tercera vez y algo le empujó con fuerza la cámara golpeándole el rostro con ella. Ya francamente espantado, se quedó paralizado sin saber qué hacer cuando un violento empellón en la cadera lo lanzó a un lado. Y ahí está. Sentado, blanco como un papel y tomando un refresco que le ayude a subir la presión…
Me quedé viendo al reportero: cariacontecido, tomando su refresco y limpiando el sudor frío que manaba abundante por su rostro. Era un hombretón de casi dos metros de estatura y ciento cincuenta de peso; sin embargo, parecía un niño asustado.
_Una maestra dedujo que aquí anda todavía el espíritu de Claudia y se resistía a que la cuenten entre los muertos. –Continuó Adriana- Ella no quiere formar parte de este Altar de Difuntos porque aún no acepta su deceso. Por eso se retiró su foto de allí.
Acepté los hechos y disposiciones, pero pedí que al menos se dejaran en el altar sus objetos personales y que se leyeran los versos escritos como homenaje a su memoria.
Aceptado. El grupo de Teatro leyó poesía indígena. Luego tomé el micrófono para hacer una explicación del origen del ofrendar a los muertos como una herencia prehispánica. Hablé de los cuatro paraísos de la Cultura Náhuatl, de las nueve regiones mágicas que tenía que cruzar el difunto, las ofrendas con que le ayudaban en su tránsito por el Inframundo hasta llegar al Mictlán, lugar del reposo eterno. Terminé mi discurso con las siguientes palabras:
“Hoy, para maestros y estudiantes de nuestra escuela, es el Altar de Muertos también un altar de recuerdos, remembranzas de una joven que partió al viaje final en plena flor de juventud; cuando la vida aún le sonreía y podía soñar, planear y esperar confiada la promesa de un futuro. Por eso, los aquí presentes le rendimos un homenaje a su recuerdo para que sepa -donde quiera que en este momento se encuentre-, que en realidad empezamos a morir sólo cuando los seres amados nos olvidan; y para nosotros, alumnos, maestros, padres y hermanos, Claudia, por siempre será parte de nuestros mejores recuerdos”
A LA MUERTE DE CLAUDIA LIZETH:
Con un secreto suspiro
que se acompañó en rubor
ante tu alféizar florido
siempre esperaste el amor
que soñaste, y no llegó.
En octubre, una mañana
un ángel en tu ventana
al oído algo te habló
no sabemos qué te dijo
pero con él te llevó.
Con él levantaste el vuelo
a la celestial región
dejándonos sin consuelo
y sólo llanto y dolor
quedó en nuestro corazón.
Fuiste hija, amiga, hermana
estela de amor dejaste
pero el llamado escuchaste
cual argentina campana
y ante el Supremo llegaste.
Y nos sirva de consuelo
saberte junto al Creador
porque ya estás en el Cielo
gozando del supremo amor
ninguna suerte es mejor.
Adiós, Claudia Lizeth, adiós
tus amigos te extrañamos
tus hermanos te lloramos
y ante tu tumba dejamos
una lágrima, y esta flor.
Terminado el evento, pedí a una alumna que colocara otra vez el retrato de Claudia Lizeth en el altar. Me retiré a comentar con mis compañeros. El fotógrafo ya se había ido sin intentar nada más. Luego, me di cuenta que la foto aún estaba en una silla. Le pregunté a la muchacha el porqué aún no la había puesto en su lugar y la respuesta me asombró:
_No puedo maestro… -me dijo en secreto-. Cada vez que me acerco al altar con el retrato entre las manos, me pongo helada y no puedo moverme…
No dije más. Tomé el cuadro entre mis manos, tracé algunas cruces sobre el vidrio diciendo en un pensamiento:
“Claudia Lizeth, hermanita, en el nombre de Jesucristo, al que rendiste culto en vida, te suplico dejes en paz a todos los presentes por que tú sabes que te amamos y también nos dolió tu partida. En el nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo, Amén...” _Y sin sentir alguna resistencia, coloqué su retrato en el altar.
Carlos Velazco, el bibliotecario, es un gran aficionado a la fotografía y discretamente nos hizo una asombrosa demostración:
_Miren… Mi cámara está bloqueada… -Nos tomaba una foto y el flashazo se suscitaba inmediato. Enfocaba al altar, y nada… Los compañeros estábamos llenos de asombro y algunos, de miedo.
El maestro de teatro hizo dos intentos y por fin se tomó una foto. Fue la única. Aún la guardo como una prueba de que todo esto es verdad.
Carlos aparece a la izquierda del Altar de Muertos. Los retratos de las homenajeadas la profesora Josefina y Claudia Lizeth… Y flotando por toda el área del altar, docenas de pequeñas esferas de fuego. Al fondo, el trazo de un rostro extraño parece mirar desde su dimensión a los pobres mortales que nunca pudimos comprender cabalmente este hecho porque limitados por nuestra condición humana fue para nosotros solo…
Un encuentro con lo desconocido…
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