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FIESTAS DE DICIEMBRE

ENCUENTRO CON LAS TRADICIONES VIVAS

EL NACIMIENTO

Hace muchos años, cuando los hoy viejos éramos niños, era en un rincón de la casa donde se acomodaba ese arreglo navideño llamado “Nacimiento”. Era diferente a lo que hoy observamos. En aquellos años, no se hablaba de Santa Claus, ni se usaba el pino como principal adorno de la ocasión. Es más: ni siquiera se usaba…

Por el año de 1950, se acostumbraba tapizar un rincón con ramas de pinavete o de guayacán (pináceas) semejando un cielo que sería adornado con estrellas; o sea, los focos tipo candelero, de colores; algunas veces enmarcados en unos platillos de lámina en forma de estrella de cinco picos, de diez o quince centímetros. Los focos eran un poco más pequeños de los que hoy llaman “candelero”; pero muy grandes, enormes, en comparación con los de las actuales extensiones.

Se colgaba de las ramas paixtle también llamado muérdago, y para figurar la nieve, se derretía una cera que se soplaba sobre las ramas, colgaba como candelilla y se secaba. Tiempo después, se acostumbró adornar con mechones de fibra de vidrio que si bien, se veía bonito, poco se usó porque se descubrió que era irritante a la piel y peligroso para los ojos.

Como sea, todo esto no era mas que el marco al motivo principal: El Nacimiento.

Se montaba una especie de maqueta de un paisaje serrano y por él se iban acomodando paixtle, arbolitos, musgo, flor de peña, casitas y jacales; algunos con escenas familiares de animalillos de corral y pastores, que eran pequeños monitos artesanales hechos de barro. Se acomodaban varios pastores en procesión junto con ovejas, gallinas y guajolotes que se dirigían al Portal de Belén donde la Virgen y San José esperaban al niño Dios, mientras observaban y daban calor a un pesebre vacío un asno, una mula y un buey.

Regados por allí, como al acecho, estaban los diablos…, que trataban de tentar de varias maneras a los pastores para que no fuerana adorar al niño; por allá el Ermitaño, el viejo consejero de los pastores y por acá el Arcángel Miguel que protegía a todos de la amenaza de Luzbel.

En torno al Nacimiento se realizaban los novenarios, o sea, nueve rosarios que empezaban el día 16 de diciembre. Las posadas eran procesiones de barrios donde los vecinos se organizaban para llevar a los peregrinos entre rezos y cantos hacia la casa en turno que los recibiría. Al llegar, se cantaban “Las Posadas” y al entrar, empezaba el rosario. Al terminar, venía la música, la piñata, las bolsitas con cacahuates, colaciones y naranjas para los niños, y los tamales para todos. Al día siguiente, se visitaría otro domicilio.

La noche del 24 era la última posada. Esa noche se acostaba al Niño Dios; y se le escribían las cartas pidiendo juguetes. El 25 era Navidad; día de niños felices estrenando algún juguete; o de niños y padres tristes porque no hubo la tan esperada bendición de Dios.

Hoy todo ha cambiado. El Nacimiento se combina con el árbol de Navidad; o ya sólo el árbol, impuesto por la moda gringa. El Niño Dios ya no recibe cartas; ahora se mandan al gringuísimo Santa Claus. Las posadas, en la mayoría de los hogares-, no son ya una jornada de nueve noches de rosarios; sino de bailes y borracheras. Una jornada de peleas y accidentes de tránsito que cubren de luto y dolor los días que debieran ser de alegría.

Usos y desusos; cosas que en el tiempo llegaron; y con el tiempo se fueron.

LAS FIESTAS GUADALUPANAS

La fiesta del 12 de diciembre, aniversario de las apariciones de la Virgen María de Guadalupe al indio Juan Diego, es un acontecimiento que llena de fe y recuerdos a todo mexicano que de niño descubrió el milagro del Tepeyac. Tradicionalmente, las actividades de la víspera hasta el día doce, llenan de color y algarabía las calles de todo México; y es esto, lo que mañana serán nostalgias de nuestra infancia al recordar las danzas de los matlachines, el comercio de artesanías y dulces en torno a los templos; y agregados muchas veces, los juegos mecánicos que nos llenaron de alegría; y todo, en correspondencia con los días guadalupanos.

Un hombre de Anáhauc, Nuevo León, el profesor Fernando Morales Zúñiga, colabora con norestense.com desmenuzando sus recuerdos, extrañando su infancia, y recordando sus primeras impresiones ante tan hermosa tradición que no ha dejado de alegrarle el corazón.

“Nacido en 1956 bajo el amparo de la iglesia católica, apoyado por mis familiares, desde principios de los sesenta participaba activamente cada año en el Novenario a la Morenita del Tepeyac. Con gusto pasaba las horas frente al templo, observando la danza del grupo de matachines de don José Ángel Marchán  para luego,  acompañarlos  aquellas tardes del día doce, a la búsqueda y captura del “Canelo”. Casi me sentía parte del grupo, y  gritaba lleno de júbilo cuando -amarrado con mecates-, “El Indio bruto” era llevado ante la virgen de Guadalupe, en una teatral representación popular. Tras la hazaña, jadeantes y sudorosos, los de la danza tomaban un descanso; para luego encabezar la última peregrinación,  que iniciaba frente a la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe, donde la gente se formaba cubriendo la fila desde la tienda El Nuevo Mundo,  para  llegar más allá de la casa del doctor Oseguera,  hoy restaurante El Tejado.
 
“Iniciaba la procesión a las seis de la tarde,  doblando a la izquierda por la calle Hidalgo hasta llegar a la estación del ferrocarril; continuaba por la derecha pasando frente a la antigua gasolinera de Hernán Guerrero, seguía hasta donde hoy están las oficinas de Comisión Federal de Electricidad. Vuelta a la derecha,  por la calle Zaragoza, pasando por la gasolinera de Viña, para volver a la plaza Juárez. Era un largo recorrido por calles de terracería  que se convertían en toda una penitencia para las personas mayores,  quienes gustosos avanzaban, iluminados por velas o faroles de papel. Al frente: La Guadalupana quien orgullosa, veía bailar a los Marchan y su danza.

“Al arribar a la parroquia, todo era fiesta después de la misa. Niños y jóvenes quemaban cohetes, esperando que el señor cura ordenara encender el castillo y los toritos, que ya estaban preparados mientras los vendedores ambulantes  y la nevería Parra  ofrecían sus productos: rebanadas de coco, jícama, piña y naranjas con chile por veinte centavos cada una; las tostadas con limón y chile por sólo diez centavos la pieza. Un refresco de cola valía setenta centavos, entre otros productos.

Después de la quema de los juegos  pirotécnicos, aquel mar de gente frente al templo, se convertía en ríos  humanos que entre risas y pláticas, avanzaba con rumbo a la colonia Obrera  y Estación Rodríguez;  estos últimos, tomarían la vía corta cruzando el río Salado por el puente de hierro. Poco a poco, los murmullos se perdían, y todo quedaba en silencio, con olor a pólvora aún flotando en el ambiente, y una callada promesa de volver a festejar el año siguiente, a La Reina de México.

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