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MILAGRO EN EL RIO SALADO

Con un agradecimiento para aquellos que se solidarizaron con el pueblo en desgracia, hoy dedico a Anáhuac, Nuevo León, esta leyenda como un regalo que les sirva para entender que aún de la tragedia, a veces, nos quedan también bellos recuerdos. Hoy que muchas casas se derrumbaron o muchos muebles se perdieron con la inundación a causa del sobre cupo del río Salado, es bueno mirar atrás y ver cómo no hay tragedia que no sane en el tiempo, ni dolor que no se cure al paso de los años.

¡Ánimo, Anáhuac...!

MILAGRO EN EL RIO SALADO

El río llenó su cauce aquel verano de 1967. El huracán "Beulah" llegó a morir por estas tierras y en sus estertores de agonía, arrasó con represas y ranchos al desbordar arroyos y secciones del Salado, arrastrando al paso de sus aguas todos los bienes de los rancheros establecidos por las orillas.

En Ciudad Anáhuac, la gente veía pasar con un mezcla de fascinación y miedo el espectacular oleaje que lamía ya el puente ferroviario y amenazaba a cada instante con derrumbarlo y desaparecerlo en su largo cuerpo de rugientes aguas que parecían querer rebelarse al camino que el tiempo les marcó.

Por la superficie, en dantesco desfile, pasaban flotando toda clase de animales domésticos y montaraces, con los ojos desorbitados de terror por aquel forzado viaje hacia fatal destino o ya muertos; ahogados por la furiosa corriente de turbias aguas y profundos remolinos. Junto a ellos, iba también ropa, muebles y toda clase de enseres arrebatados a las casas derrumbadas.

Los más osados habitantes de Anáhuac y Rodríguez, se apostaron por las orillas y sobre el tambaleante puente, para ganar muebles o lazar animales. A los pocos minutos, familias enteras se pusieron a trabajar en equipo para ir pasando de mano en mano todos los bienes y animales rescatados de la corriente. Los animales salían temblando de espanto y frío; pero algunos lugareños rescataban hasta los cuerpos de cerdos muertos que por recién perecer, su carne aún estaba en buen estado y pronto serían convertidos en chicharrón o estofado; al fin que “a río revuelto...”

Ismael de la Cruz atrapaba a mano todo lo que pasaba cerca de él y, conocedor de las orillas, se aventuraba metiendo hasta medio cuerpo en las lodosas aguas. De pronto, descubrió un tanque de doscientos litros que pasaría un poco más retirado de sus posibilidades. Era un tambo nuevo, recién pintado; bien valía la pena arriesgarle un poco, e Ismael decidió arriesgar la vida. Confiado en la fuerza y pericia de su juventud, se adentró y logró atraparlo; pero una turbulencia repentina lo hizo perder el control, el tanque dio un salto y lo golpeó pesadamente en la cabeza haciéndolo perder el sentido. El cuerpo inanimado se hundió inmediatamente y fue arrastrado fuera de la vista de los presentes. Ismael había arriesgado la vida, y la perdió en el albur.

Sus familiares y amigos quedaron pasmados ante la súbita tragedia. Algunos reaccionaron corriendo paralelamente al cauce en búsqueda desesperada; otros fueron a dar parte a las autoridades; pero el cuerpo de aquel hombre ya no volvió a emerger. El cadáver fue devorado por la serpiente de aguas enfurecidas y ni autoridades ni amigos pudieron hacer nada; había que esperar a que bajara el nivel para empezar a explorar en su búsqueda. Lágrimas y lluvia corrían juntas por las mejillas de deudos y allegados que permanecieron de pie ante el río cruel hasta la llegada de la noche; incrédulos aún y confundidos ante lo volátil de la existencia; embargados por sentimientos de impotencia y dolor ante la muerte.

Al día siguiente, con las aguas todavía a medio nivel, empezaron a explorar desde las orillas; pero tras una larga e infructuosa jornada, el día terminó. Las aguas aún tardarían en bajar hasta su nivel normal y conjeturaban si tal vez al siguiente día toda exploración sería inútil, como así fue ...

Desesperados ante la impotencia de las autoridades, aquella noche la familia del ahogado acudió a la parroquia de Nuestra Señora de Guadalupe en busca de ayuda. Tal vez Dios se compadecería de su pena y escucharía sus plegarias.

El Sacerdote los recibió y escuchó atento, pensativo. No cabía duda que eran las suyas expectativas inauditas. Era delicado e insólito el planteamiento de aquella gente; pues lo que pedían era una señal del Cielo, algo así como un rayo de luz que venido desde lo Alto, guiara a los rescatistas hasta el lugar preciso donde se encontraba el cadáver de Ismael; así de "sencillo ..."

El padre José de Jesús Aviña era un joven sacerdote de gran estatura y corpulencia que con su pelo ensortijado y piel morena, nos recordaba más a un púgil de peso completo que a un hombre de Dios; sin embargo, la población se le entregó por su gran carisma y vida ejemplar. Fue el primer vicario que organizó el Viacrucis popular en Semana Santa y se atrevió a penetrar la Zona de Tolerancia para llevar la Palabra a las mujeres públicas con éxito tal, que también se les vio participar en procesiones y misas dominicales.

Eran los jóvenes sus más fieles seguidores y aunque los tenía organizados en equipos deportivos, grupos de oración y retiros espirituales, la muchachada, siempre antisolemne, a sus espaldas le apodaban con cariño y admiración el padre "Clay", en recuerdo del famoso boxeador de color campeón del mundo; pero el Párroco disimulaba paciente y comprensivo y continuaba con su vida mística, disciplinada en retiros de meditación profunda y jornadas de ayuno y oración que lo tenían en constante Gracia; y con todo su dinamismo, no podía ocultar los destellos de santidad en su mirada.

_"Vengan mañana y después de la primera misa iremos juntos al río. Tal vez no busquemos mucho; Él, nos señalará el lugar donde quedó el cuerpo de Ismael..."- dijo con la vista fija en el Crucificado.

A la mañana siguiente salió a una cita con la fe del pueblo, acompañado de aquella buena gente que en su inocencia pedía "nada más" una señal de Dios que les indicara el sitio exacto donde el cuerpo esperaba para ser llevado a la tierra santa del panteón; esto incrementaría la confianza en el Altísimo y los lazos permanentes que tiene con su pueblo.

Al llegar al punto de la tragedia, el padre sacó de la gran bolsa que llevaba, una cruz de maderas nuevas, elaborada de pino y plegarias al Supremo, y en sus cuatro extremos acomodó cabos de velas benditas pegándolos con la misma cera fundida; luego levantó mirada y cruz al cielo con inaudible oración entre los labios. En seguida, la puso a flotar al filo del agua y encendiendo las cuatro velas, explicó parcamente a los espectadores:

_ ¡Esta cruz bendita será nuestra guía ...!

La cruz pronto fue arrebatada al centro del cauce y empezó un agitado viaje sobre las aguas turbulentas mientras los vientos parecían respetar aquellos cuatro cabos que mantenían los pabilos encendidos.

Comenzó la marcha en seguimiento de aquel insólito guía y sobre el avance a veces presuroso, a veces lento; la veían detenerse y girar en algún remolino para luego continuar su navegación que parecía impulsada por la fe colectiva y las silentes oraciones del padre José de Jesús, que cabizbajo y con las manos entrelazadas en una súplica constante, caminaba al frente de todos.

Súbitamente, la cruz se detuvo y se fue desplazando lentamente hasta un lugar cercano a la orilla. Momentáneamente dio algunas vueltas en el mismo lugar y luego quedó quieta ante los ojos de la procesión que vio el repentino y simultáneo apagarse de las cuatro velas, como si algún invisible emisario de lo Incógnito hubiera soplado sobre ellas dando por terminada una misión.

_ ¡En ese lugar se encuentra el cuerpo de Ismael! - exclamó el padre Aviña con una amplia e iluminada sonrisa.

Tres hombres se metieron al agua y, reverentes, tomaron la cruz para entregarla al sacerdote. Regresaron al punto señalado y se sumergieron para empezar una ciega búsqueda por entre las lodosas aguas. Ahí, a dos metros de profundidad, sujeto entre unas ramas, encontraron un cuerpo.

Al aviso de un rescatista, la expectación creció entre los presentes, y se acercaron más a la orilla entre esperanzados y curiosos. De pronto, los familiares estallaron en llanto al ver emerger el cuerpo abotagado y duro del que fuera un ser querido. Sus irreconocibles rasgos tenían una expresión serena y sus ojos muy abiertos y saltados parecían asomar sorprendidos a la Eternidad.

El cadáver fue sepultado de inmediato por el avanzado estado de descomposición en que se encontró y por tanto, aquella tarde la Misa no pudo ser de cuerpo presente; pero la gente acudió solemne y conmovida por la manifestación divina que pronto corrió de boca en boca.

Han pasado casi treinta años desde aquellos hechos y muchos de los protagonistas y testigos de esta historia han partido ya de nuestro mundo hacia la vida que tras la muerte nos espera; incluso, el padre José de Jesús Aviña, también se recogió ya a la casa del Señor al que tanto sirvió con fidelidad y empeño. Murió lejos de Anáhuac; y los jóvenes de entonces, hoy gente vieja o madura, lo recuerdan con cariño y al paso de los años, han ido recreando aquel acontecimiento contando a sus hijos y a sus nietos sobre aquel ...

Milagro en el Río Salado ...

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