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LA GUERRA DE LAS FLORES

En 1966, tras titularme, me vi sin trabajo. En ese tiempo era el gratuito instructor de la banda de guerra de los conscriptos, y un compañero me invitó a una extraña aventura: iríamos a “La Labor”, un pueblito de Guanajuato, a tocar con la banda en las fiestas de San Miguel. Yo aún no sabía que haría una banda de guerra en una fiesta religiosa, pero desempleado como estaba, no me caería mal una aventura.

Aquel mes de septiembre, salimos por tren, atravesando paisajes desconocidos hasta llegar a una olvidada estación llamada “La Quemada”. Ahí nos esperaba una delegación que recibiría a la nuestra, en extraña ceremonia donde se dijeron palabras propias de un ritual y se desplegaron banderas mexicanas y estandartes religiosos que en simulacro de combate se cruzaron en unos pasos encontrados y en círculos, mientras gritaban las delegaciones: “¡Viva San Miguel Arcángel! ¡Viva Cristo Rey!” Por los sombreros charros, el tipo de pantalones, huaraches y botas; por la vestimenta de los que nos recibieron y los gritos cristeros, pareció que había viajado por el tiempo, a cuarenta o más años al pasado.

Nos llevaron al pueblito que era apenas de unos doscientos habitantes; todo de casas de adobe; pero su iglesia, aunque pequeña, era una muestra del arte Colonial ya que tenía más de 300 años.

Esa tarde fuimos a La Feria de San Miguel. Ahí vi que pasó un niño corriendo con un grueso ramo de flores de cempasúchil que trataba de arrebatarle un muchacho mayor. Lucharon brevemente; el mayor ganó y empezó a golpearlo con el ramo. El niño le arrebató algunas flores y se trenzó con él agolpes de racimos. Yo, quise defender al niño, pero Manuel, el que nos había llevado, me detuvo:

_ Es “La guerra de las flores”, –me dijo-. Esto es un juego que se usa aquí por las fiestas. No están peleando...

Luego, mientras veía a las muchachas dar vueltas en el carrusel, una flor golpeó en mi pecho. Al buscar con la vista, descubrí una linda joven que me sonreía con más flores en la mano. Al pasar otra vez junto a mí, me lanzó otro cempasúchil y me pegó en la cara. Yo, no sabía qué hacer... Manuel me explicó:

_Aquí, cuando un hombre le gusta a una muchacha, ella le avienta una flor para que él lo sepa. O sea, ella quiere ser su novia...

Desde luego, me hice el desentendido. Nunca consideré sano el andar de gallo en corral ajeno.

Al otro día, era la fecha a celebrar. No sé de donde, habían llegado como diez bandas de guerra. Pregunté y venían de todo el Bajío de Jalisco a Guanajuato. Al medio día, nos reunieron en la plaza, un gran terreno baldío a cuyo centro se levantó un pequeño altar con la imagen del Arcángel. Presidiendo a la multitud, junto al altar, el párroco y los seglares que dirigían el evento. Formando un círculo de unos cuarenta metros de radio, las bandas de guerra; tras las bandas, otro círculo de como dos mil personas con gruesos ramos de cempasúchil; tras la gente, unos trescientos hombres a caballo con pistolas de todos calibres y rifles 22, 30-30 y escopetas del 12. Todo estaba dispuesto para “La guerra de las flores”

El Padre declaró inaugurado el evento. A una señal, se soltó la locura...

Las bandas, al unísono, tocábamos la ordenanza de “ataque”; la gente empezó a correr en círculo dando gritos, golpeándose unos a otros con los racimos, peleando por arrebatárselos, y tras ellos, el círculo de caballería, corría a todo galope en sentido contrario a la gente; dando gritos, disparando al aire, provocando una gran polvareda que se mezclaba con el redoble de tambores, sonido de cornetas, clarines, el olor a pólvora, el sudor, la emoción, y todo aquello que duró largos dos minutos que parecieron eternos. De pronto, a una señal del sacerdote, se detuvieron todos. Acabamos sudorosos y jadeantes. Jamás había tenido un encuentro tan cercano con una tradición como ésta.

Me faltaba conocer más. En la feria no había venta de bebidas alcohólicas. El párroco no lo permitía. Si llegaban los cerveceros y las prostitutas, San Miguel se iría del pueblo. La comisión organizadora, las autoridades y los comerciantes voraces que todo lo echan a perder con su mercadería, ahí se topaban; porque la autoridad moral de padre, era más respetada que ninguna otra. ¿Qué tanta autoridad tenía el párroco? Les contaré una anécdota:

Al día siguiente, por la tarde, vimos que una multitud se congregó a un lado de la feria. Algo sucedía. Dos hombres a caballo peleaban a machetazos. Los caballos giraban en círculos, se retiraban, chocaban, los machetes lanzaban chispas y sonidos metálicos; eran manejados con gran habilidad guerrera. La policía miraba asustada e impotente ante la furia de los dos rivales que no respetaban ni la autoridad, ni la vida, ni la muerte. De pronto, los caballos frenaron. El párroco se había plantado en medio de los combatientes. Les habló con gran convicción y autoridad. Los charros bajaron de los caballos y en actitud humilde, con el sombrero en la mano, le entregaron los machetes. El padre le dio una bofeteada a cada uno y los corrió del pueblo, sentenciándolos de “¡pobres de ellos si sabía que volvían a pelear...!”

Los jinetes se fueron cabizbajos por rumbos distintos. Yo, miraba asombrado todo aquello y tomaba nota en mi memoria de todo lo acontecido, que quedaría para siempre grabado en mi recuerdo, como un...

Encuentro con las tradiciones vivas...

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