Según la tradición popular, el Diablo ha dejado su huella donde quiera que se ha presentado. En 1855 en Inglaterra, el periódico London News registró unas huellas de pezuñas de diez centímetros de ancho que se podían seguir a través de granjas, patios y jardines sin respeto a cercas, bardas o alturas, ya que se repetían también por los techos y seguían dejando un rastro a lo largo de ciento sesenta kilómetros. Lo más sorprendente, era que las huellas atravesaban por aberturas de treinta centímetros y desaparecían en una abertura de drenaje de sólo quince centímetros. Atravesaron un estuario de un río de tres y medio kilómetros de ancho y reaparecieron al otro lado para perderse en el misterio; y ningún hombre de ciencia pudo explicar la clase de animal de pezuña pudiera atravesar por aberturas de quince centímetros, andar por techos y atravesar paredes, barandales y ríos.
En Polonia, ese mismo año, un extraño animal dejó su huella impresa a base de calor pues iba calcinando la tierra y el barro donde pisaba.
En los Alpes se encontraron las huellas impresas en rocas, como si a su paso fuera fundiendo la piedra.
Más cerca, en 1950, en Devon, isla canadiense, al bajar la marea se descubrieron huellas hundidas en la piedra; huellas iguales a las encontradas en New Jersey, Newark y Cabo May. Este animal dejaba una huella separada de otra por 1.80 metros, pero con cascos como de un caballo pony que caminara en dos patas.
El Diablo dejó su huella también en Brasil y otros países del mundo; y todo esto viene en apoyo de la historia que ha pasado a ser una de las más espantables leyendas de las que se cuentan en la estación Rodríguez. Así pues, el Diablo anda de paseo por el mundo dejando olores y huellas impresas a su paso. Esta noche, cierre bien el cancel de su patio, no vaya ser que se lleve una sorpresa al descubrir al indeseable visitante asomando a su ventana.
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