En Anáhuac, Nuevo León, me contaron una leyenda muy norteña y muy propia de las zonas montañosas o pobladas de osos. Mi buen amigo y compañero de trabajo, Manuel Torres, me platicaba con los ojos vueltos al pasado, de cuando era niño y su madre lo maravillaba con leyendas e historias fantásticas que despertaban su imaginación y lo hacían soñar con tierras lejanas.
La leyenda de hoy, me la contó Manuel. Es esta una historia sin memoria; no tiene ubicación en el tiempo ni lugar de origen; pero cuenta la tradición que hace muchos, muchos años, en un jacal a las orillas de un pueblo, vivía una familia que adornaba sus haberes con una bella hija, la mayor y más querida, cuyo nombre era María.
María se ocupaba en los trabajos del tiempo aquél como era el cuidar cabras, ir en busca de leña para alimentar el fuego, o acudir por las mañanas al ojo de agua a surtirse del fresco líquido para las necesidades de la cocina y el aseo diario. Siempre acompañaba su paso con canciones que de pequeña le enseñara su madre; pero no se daba cuenta que entre la espesura, unos ojos la observaban todos los días y la seguían a diario, acompañándola sin que se diera cuenta, hasta las cercanías de su casa. María, inocente de aquél acecho, seguía su rutina diaria y entre cantos soñaba con el futuro como toda mujer: con un hombre, un hogar, y muchos hijos, con los que sería feliz y haría feliz a sus padres al verse rodeados de nietos.
Una mañana, aquellos ojos brillaban más intensamente entre la maleza. Parecía que aquel ser no podía más y ese día, sería de desgracia para la pobre muchacha. Cuando regresaba cantando por la vereda y con los baldes llenos de agua, de pronto miró una bestia que le saltó al frente del camino. Era un descomunal oso negro, que al levantarse sobre sus patas traseras, le pareció gigantesco. La pobre mujercita gritó aterrorizada y no acertó mas que a tirarle con las tinas de agua; y corrió y corrió, provocando la ira de la bestia. En un tropezón cayó al suelo y se revolvió entre gritos, pero el gran oso, gruñendo, estaba ya sobre ella; y al estar a unos centímetros de su cara, lanzó un bramido que la hizo perder el conocimiento.
Despertó, y la nueva realidad la sobrecogió de espanto: estaba tirada al suelo, al fondo de una cueva. La boca de la cueva estaba tapada por una gran piedra que le impedía correr a la libertad y por más esfuerzos que hizo, tuvo que resignarse a permanecer ahí, entre rezos y lágrimas.
Al atardecer, oyó un jadeo en el exterior. Unas manazas negras y peludas movieron la gran roca. El oso había regresado. La muchacha gritó llena de renovado espanto; pero se fue callando al observar que el animal se le acercó sólo para poner a sus pies un cabrito recién cazado. Enseguida, el oso volvió a salir y cuando la cautiva se acercó a la entrada, con ojos fieros y colmillos brillantes le gruñó, y cerró otra vez la cueva.
Así pasaron los días, y los días fueron semanas, y las semanas fueron meses, y los años pasaron y María se acostumbró a comer carne cruda; y tuvo un hijo de aquella extraña bestia que la buscaba a ella, en lugar de las hembras de su especie. El espanto se fue acabando y sólo quedó una diaria sensación de miedo; un temor constante a las reacciones del animal cada vez que se sentía amenazado por los deseos de fuga de la cautiva en aquella húmeda cueva. A María no le quedó más consuelo que aquel niño, que no había heredado de su padre mas que un cuerpecillo robusto y una suave piel cubierta de tiernos vellos que la madre gustaba de acariciarle cada vez que el pequeño demandaba cariño.
Dos años después, María tuvo otro hijo; éste, no tenía la piel llena de vello como el primero, y hasta se podría decir que se parecía en todo a su madre; solo que era un hermoso varoncito que muy pronto gustó de jugar con el mayor. María, recordando su formación cristiana, al mayor le puso por nombre Juan, y al segundo Jesús. Parecía que ya ningún cambio habría en su vida y resignada, todo lo que le pedía a Dios, era que alguna vez el oso muriera para escapar con sus hijos de aquella cueva y volver con sus padres que quizás no la habrían olvidado.
Los años pasaron. Juan tenía ya doce años de edad y era un hombrecito de una fuerza extraordinaria que había heredado de su padre. Jesús era un niño de diez años; tímido y enfermizo, que prefería estar siempre pegado al lado de su madre. Juan platicaba con su madre y su hermano, y les decía que algún día los liberaría, que tuvieran paciencia, que la ocasión se presentaría y entonces, su padre ya jamás los asustaría ni amenazaría.
Una noche, el oso no salió de cacería; se notaba enfermo. Por la mañana, al tratar de levantarse le temblaba el cuerpo. ¡La hora había llegado! Juan se paró ante la entrada y con el poder muscular que lo distinguía, deslizó a un lado la enorme piedra. Los tres salieron al campo, a gozar del sol por primera vez en muchos años. El oso salió tambaleante y furioso; pero Juan se lanzó a defender a su madre y tras breve reyerta, estranguló a la bestia. ¡Por fin eran libres!
María caminó por el monte hasta llegar a la casa de sus padres; donde fue recibida entre lágrimas y asombro ante la historia que sus hija les contó, presentándole a sus dos hijos, producto de aquella desgracia; pero que eran todo su amor.
En pocos días, la noticia corrió por el pueblo y la región; y la gente, con gran curiosidad observaba cuando aquellos dos niños acudieron por primera vez a la escuela. Jesús no tuvo problema para adaptarse; pero Juan tenía que aprender a controlar su fuerza y sus arrebatos; pues, una vez que los niños lo rodearon coreando: “Juan oso peludo, Juan, oso peludo...” –se les echó encima y dejó tirados a seis de los atrevidos que jamás volvieron a molestarlo. Después de aquella penosa experiencia, Juan mejor dejó la escuela. Las letras las aprendería de su madre.
Tiempo después, Juan supo que había que subir una gran campana a la torre de la iglesia del pueblo; pero no había suficientes hombres para aquel difícil trabajo. Se presentó ante el cura, pidió permiso, y cargando la gran campana subió las escaleras de piedra y la colocó bajo el arco de la alta torre. Aquella tarde, el campanario cantó con voz de bronce llamando a Misa, y el pueblo empezó a apreciar a Juan El Oso, como ya todos le decían y Juan lo aceptaba sonriente.
Una noche hubo gran desasosiego en el poblado. Unos bandidos habían asaltado dos casas y se habían retirado al bosque en espera de caer otra vez sobre la indefensa gente. Al ver Juan el miedo otra vez reflejado en el rostro de su madre, salió a los montes y regresó con los tres bandidos heridos y atados. El pueblo celebró la hazaña de Juan El Oso y fue nombrado jefe de la policía del poblado, y se gozó de una larga paz con el fiero gendarme cuidando las calles.
Pero, una vez, Juan se enamoró perdidamente de una joven. Al ver que tenía un pretendiente, le salió el ser salvaje y lleno de furia quiso sacudirlo. Pero algo más fuerte que su naturaleza animal lo hizo dejar caer los brazos en actitud de rendición. La joven lloraba y le suplicaba que no le hiciera daño a aquél muchacho porque ella lo amaba.
Las lágrimas de una mujer lo habían vencido. Lleno de tristeza, Juan El Oso se retiró a su casa y permaneció callado y triste, sin comprender aquel sentimiento que lo embargaba, que lo hacía llorar, que lo hacía suspirar ante el cielo azul, y desear la muerte. Morir de amor...
Una mañana, Juan El Oso salió hacia la montaña y se perdió para siempre; dejando esta historia que todavía hoy se cuenta a los niños, para que nunca olviden esta trama: la leyenda de Juan El Oso; que, aseguran, todavía vaga triste, perdido entre la sierra.
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