Era el año de 1950, estaba yo por cumplir los cinco años de edad, cuando acontecimientos extraordinarios rompieron la paz familiar en aquella mi primera casa en el risueño pueblo de Parras de La Fuente, Coahuila de Zaragoza. Doña Juana, mi madre, según dictamen médico había enfermado “de los nervios”; pero según nuestro entorno social, había sido “embrujada”. Presagios y extrañas señales parecían confirmar esto último y llenaban de preocupación o miedo a mis mayores.
Una noche que acompañaba en el patio a don Francisco, mi padre, que acostumbraba tomar un jarrito de café tras la cena, platicábamos acerca del “conejo de la luna”, las formas que las estrellas tienen; y me señalaba “la cacerola”, “los ojos de Santa Lucía”, “los Reyes Magos”, contándome historias que encantaban y despertaban mi fantasía. De pronto, un sonoro chillido interrumpió nuestra conversación; un ave bajó e hizo un vuelo casi al ras del suelo irradiando una luz blanca que nos iluminó junto con patio y paredes. Mi padre inmediatamente se levantó decidido, y con actitud retadora, le lanzó al pajarraco una sarta de maldiciones.
La lechuza cruzó y se retiró indiferente pero inmediatamente tuve qué preguntar qué era aquello; mi padre me contestó que era una lechuza. Pregunté por qué le había gritado maldiciones; me explicó que era una forma de correrlas. Pregunté por qué tenía qué correrla; me contestó que era una bruja. Pregunté por qué tenía luz; me contestó que porque era una bruja. Le pregunté qué era una bruja. Nada me dijo... Creo que a los cuatro años estamos en la edad de conocer el mundo, en la edad de las preguntas, y comprendió que ni iba a encontrar las palabras para explicar pregunta tan difícil y ni iba a entender por mi temprana edad.
A mi alrededor había consternación. Mi madre lloraba; a veces gritaba llena de terror por “cosas” que la atormentaban. Una noche, mi padre llegó de la fábrica de textiles donde laboraba y encontró a mi mamá llena de espanto y cubierta por las cobijas hasta la cabeza, mientras las sillas y todos los trebejos que había en el cuarto se sacudían como si la casa entera estuviera temblando. Don Francisco lanzó su conjuro de maledicencias y sin saber nada más que hacer, cubrió con su jumper de mezclilla a mi madre, que inmediatamente se puso en paz y todas las cosas dejaron de moverse. Desde entonces, desde mi mente de niño, empecé a ver aquel jumper como algo especial, como algo mágico con lo que podría cubrirme y protegerme de todo mal.
Tipos raros iban y venían. En casa se comentaba que eran “curanderos”; uno era un predicador pues mi papá, no era católico. Yo era muy pequeño, incluso para interesarme en todo aquello que sucedía y hasta que los hechos me involucraron, empecé a preguntar lleno de inquietudes.
Pues resulta que una mañana que me levanté con el sol, iba entrando todo sonrisas a ver a mi madre enferma, cuando un zapato voló por el aire y el tacón se estampó en mi rostro abriéndome una herida sobre la ceja derecha. Al grito de dolor, el llanto y la sangre brotaron escandalosamente. No sabía qué había sucedido, la mujer que iba a saludar con el beso de la mañana, me había recibido con un golpe.
El cuarto se llenó de cuantos estábamos en casa a esa hora. Mamá explicaba entre lágrimas que no era yo a quien había visto, que lo que vio entrando al pie del marco, era un zopilote que avanzaba agitando sus negras alas. A todo mundo explicó y todo mundo entendió, menos yo...
Se reforzó el tratamiento. La casa estaba llena de olores a copal, hierbas, piedra alumbre; y el Mal poco a poco fue dejando en paz aquel hogar. Los curanderos coincidieron que para que no la volviera a molestar, mamá debería ser sacada de Parras a vivir a otra ciudad. Difícil decisión porque significaba renunciar a los trabajos que como obreros calificados tenían mis padres en la fábrica y empezar a vivir desarraigados.
Nos iríamos a Torreón; mientras tanto, yo quedé con muchas primeras preguntas a las que jamás encontrarían respuesta: ¿por qué aquella lechuza irradiaba tanta luz que iluminaba el patio? ¿Por qué se sacudían las cosas en el cuarto de mamá? ¿Qué era lo que la hizo ver alucinaciones al grado de lanzarme un zapatazo? Nunca lo sabría.
Lo que sí, es que lo más cierto que me quedó fue un recuerdo en la frente, una cicatriz en la ceja derecha como contundente e imborrable recuerdo de mi primer...
Encuentro con lo Desconocido...
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