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EL ALACRAN DE FRAY ANSELMO

Todo aquel que guste de leer o escribir leyendas, tiene que alimentar su espíritu con las obras de dos grandes escritores y cronistas del México antiguo; ellos son don Artemio de Valle Arizpe y don Luis González Obregón, ambos nacidos en el Siglo XIX y muertos a mediados del Siglo XX

Grande fue la obra literaria de estos dos escritores de leyendas, y hoy traemos hasta ti una tradición Colonial que fue investigada y escrita por estos gigantes de la literatura mexicana:

EL ALACRAN DE FRAY ANSELMO

Don Lorenzo Baena fue uno de los hombres más ricos de La Nueva España en la época colonial; sin embargo, tras ataques de piratas, tifones y naufragios, y una desafortunada aventura en que su único hijo fue muerto por los indios del Perú, su fortuna cifrada en porcelana y sedas de la China, metales preciosos del Perú y de Guanajuato, fue a menos, a menos…, hasta que la miseria empezó a amenazar su vida. Con franciscana resignación sólo decía ante sus amigos: “¡Qué se le va hacer…! ¡Qué se le va a hacer…!” Su esposa, doña Catalina, sufrió de gran abatimiento al perder a su hijo y al ver cambiar su estilo de vida al enfrentar las pérdidas de propiedades, hasta que una plácida muerte la tomó y se fue de esta vida sin más sufrimiento.

Don Lorenzo no perdía serenidad y extendía en cruz los brazos diciendo a quien le daba el pésame: “¡Qué le vamos a hacer…! ¡Qué le vamos a hacer…!”

Los negocios se hacen a base de deudas; deudas que ya no pudo pagar y poco a poco se fue quedando solamente con su casa, hasta que tuvo que empezar a vender sus muebles uno a uno; y una mañana, fue expulsado de su hogar llevando bajo el brazo sólo el retrato de su esposa. Y se sentó a llorar bañando con sus lágrimas el rostro de ojos azules de su mujer, que desde el cuadro parecía observarlo también llena de tristeza.

Se fue a vivir a un cuartito a las orillas de la ciudad sin más muebles que una tarima de madera y un bracerillo donde calentaba lo poco que conseguía para comer. Acudió a solicitar trabajo a hombres que hizo ricos con sus tratos comerciales, y en todas partes le cerraron las puertas. Por la calle, los que fueron sus amigos se cubrían el rostro con la capa y el sombrero para evitar que los reconociera y les pidiera alguna ayuda. El hombre acaudalado, era ahora un mendigo más por las calles de México.

Una mañana, recordando que era el segundo aniversario de la muerte de su esposa, salió de su cuchitril y encaminó su paso a la cercana capilla a rogar una misa por el descanso de su alma. Vería a Fray Anselmo de Medina, un franciscano dedicado al ayuno y a recorrer descalzo barrios de la ciudad y pueblos cercanos, pidiendo limosna para llevar comida y consuelo a los más pobres. Era Fray Anselmo un ángel para los pobres y en vida se le veneraba como un santo de miserables hábitos que con gran dulzura llevaba sobre sus pies descalzos.

Se presentó ante la puerta de la celda del venerable, y éste lo recibió con una beatífica sonrisa preguntándole: “¿Qué deseas de este viejo siervo de Dios, Hijo?”

Postrándose de rodillas, don Lorenzo Baena desahogó todas sus penas y le suplicó al santo:

_ Padre, está por llegar la Nao de China, ¿no oyó ayer su repique? ¡Présteme quinientos pesos para comprar algo de mercancías! Volveré a vender porcelanas, lacas, telas. ¡Con la negra miseria que me cubre, todos me han dado la espalda y si usted no me ayuda, sólo me queda retirarme a morir en alguna acera de la calle!

_ ¿¡Quinientos pesos…!? Mira, hijo… Ya vendí mis libros. Me dieron un hábito nuevo y lo di a los pobres. ¡Ya hasta en el convento me cierran las puertas! ¡Señor! ¿Qué daré a este buen hombre para remediar la dolorosa necesidad que lo ahoga?

Quedó Fray Anselmo con los ojos llenos de lágrimas contemplaba el Cristo que colgaba de la pared de su cuarto; y miró a un lado del crucifijo, un gran alacrán que bajaba por el encalado que blanqueaba su celda. Pronunció un entusiasta: “¡Gracias, Señor…!” y tomó entre sus enflaquecidas manos el alacrán. Lo envolvió en un pedacito de tela, y le dijo a don Lorenzo.

_ Tome hermano... Lleve esto al Monte de Piedad, a ver cuánto le dan, y que Dios lo ayude…

_ ¿Este alacrán, padre…? –Preguntó lleno de asombro don Lorenzo.

_ ¡Sí, éste alacrán…! Nada más me ha dado el Señor... Rece todo el camino al Monte de Piedad y que Dios lo acompañe.

Así pues, llegó aquel pobre hombre al edificio del Monte de Piedad y mientras hacía fila ante la ventanilla, mil dudas y miedos lo asaltaban. Pero, no…, Fray Anselmo le dio instrucciones y lleno de fe las seguiría.

Al llegar a la ventanilla, con mano temblorosa extendió el envoltorio. El empleado lo abrió y boquiabierto levantó la asombrada mirada para recorrer la pobre figura de don Lorenzo de pies a cabeza.

“¡Oh, no…,! ¡Ahora es cuando este hombre me va a golpear… Me sacarán a patadas hasta la acera…!” –pensaba el pobre hombre cabizbajo y resignado. Abrió los ojos al escuchar al empleado.

_ ¿…Cuánto quiere por esta maravilla? –Y don Lorenzo sintió un mareo al ver que entre las manos tenía aquel hombre un gran alacrán de filigranas de oro y tapizado con las más ricas pedrerías: diamantes, esmeraldas y rubíes.

_ Le daré tres mil pesos. ¿Quiere…?

Salió don Lorenzo glorificando a Dios durante todo el camino a San Diego de Acapulco donde la gran Nao de China mostraba a los comerciantes sus mercancías traídas de Oriente. Ahí compró grandes cantidades de telas de las más hermosas y viajó a la Ciudad de México y ante la ilusionada mirada de damas y caballeros, extendió sus baúles. Pronto las ricas damas y sus hombres agotaron todas sus mercancías y las llevaron como algo precioso a sus mansiones.

La economía de Don Lorenzo se mejoró muy rápido. Enseguida compró barricas de vinos, paquetes de tabaco, cacao, índigo, y en una larga retahíla de mulas llevó todo a la feria de San Juan de los Lagos. Sus ganancias fueron enormes. Luego, partió lleno de telas a la Feria de Jalpa. Después, compró muchos granos y semillas que encarecieron su precio al sobrevenir una escasez y sus beneficios fueron insospechados.

Así pues, volvió a ser rico don Lorenzo. Volvió a tener amigos que lo llenaban de dulces halagos; pues dice el dicho: “poderoso caballero, es don Dinero…” Recuperó su lugar en la sociedad, volvió a recuperar su gran casa; todo se multiplicaba en sus manos, y ahora parecían lejanos los días en que arrastró su miseria por las calles bajo la mirada dura de los ricos que antes fueron sus amigos.

No había olvidado a su santo benefactor y dondequiera, proclamaba que Fray Anselmo de Medina le había levantado su fortuna. Es de hombres bien nacidos ser agradecidos; tenía que recompensarlo. Una mañana, se fue al Monte de Piedad y con fuerte suma rescató el alacrán de oro y pedrería y se presentó ante la celda del viejo fraile.

Lo recibió el santo padre con una sonrisa y una bendición. Don Lorenzo se arrodilló para besar la mano del fraile mientras el santo lo bañaba con una mirada de ternura. Tras manifestarle su eterno agradecimiento, el comerciante le devolvió al fraile el alacrán de oro y Fray Anselmo, sin mirarlo siquiera, lo desenvolvió, lo puso en la pared y le dijo al insecto de filigrana:

_ Anda…, sigue tu camino, criaturita de Dios…

Y el alacrán, largo y rubio, volvió a ser lo que era… Empezó a caminar lento ondulando por la blanca pared, y se perdió sobre el crucifijo.

Tras esta última maravilla, don Lorenzo siguió su vida de éxito y abundancia; y Fray Anselmo con su vida de pobreza y misericordia hasta el fin de sus días.

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