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BULTO NEGRO

Los seis años de edad me sorprendieron viviendo en una ciudad construida en medio del desierto. La casa de Torreón era antigua, de adobe, con acabados sencillos, pero muy completa. El techo era de terrado, y como estaba al pie de uno de tantos cerros áridos que rodean la ciudad, la pendiente permitía que nos pudiéramos sentar en el pretil superior de la parte trasera; pues los cuartos de atrás habían sido cavados en el cerro.

Aquella colina era mi sitio de correrías junto a mis nuevos amigos. Sus covachas o madrigueras de conejos y reptiles, los alacranes bajo las piedras, las tarántulas, los ciempiés y docenas de alimañas que atrapábamos vivas y los guardábamos en frascos, nos entretenían muy bien por aquellos días libres. Uno de tantos cañones por donde escurría el agua de las escasas lluvias, bajaba hasta pasar por el límite norte de nuestro patio donde se había hecho un pequeño canal revestido de piedra. Unos cuarenta metros antes de llegar a nuestro patio, el cañón se reducía por dos grandes rocas que le dejaban un ancho de algún metro y medio, donde los vientos depositaban papeles sucios y basura que crepitaban y se agitaban como hojarasca seca a nuestro paso.

Aquél cerro vivió en mi memoria muchos años de mi vida porque lo recorrimos de lado a lado, limitados sólo por las casas que rodeaban todo su perímetro y conocimos palmo a palmo cada roca, cada planta y madriguera. Lo que no conocimos fue el miedo; y algunas veces, ya oscuro, el grupo se deshacía y bajábamos en busca de la cena, todavía saboreando la conversación simple de los niños.

Una noche, un malestar estomacal me hacía sentir la necesidad de salir al patio a evacuar los intestinos con aquella diarrea que me torturaba. Desperté al mayor de mis hermanos para que me acompañara porque lo negro de la noche no se paliaba con siquiera un foco a varias cuadras a la redonda; y sin luna, la visibilidad era nula. Vicente, mi hermano mayor, molesto por ser despertado a las dos de la madrugada, no me quiso acompañar; así que, atosigado por la necesidad, tuve que salir en medio de la noche, sólo cuidando donde ponía mi descalzo pie.

Ya con la vista adaptada a la negrura, pude contemplar las estrellas que alguna claridad daban al entorno, y tras advertir las constelaciones que me enseñó a distinguir mi padre, nuevos pensamientos me ocuparon. Ya tranquilo, me bajé los calzones para sentarme por los límites traseros del patio.

Ocupado en tan íntima tarea, no podía pensar en otra cosa que en los dolores que me agobiaban; y algunos minutos transcurrieron en ese desafortunado quehacer. Pero algo más llamó mi atención: Una sombra bajaba por la ladera del cerro. Saltaba de un lado a otro zigzagueando ágilmente. Mis ojos ya se habían adaptado a la luz de las estrellas y podía distinguirla perfectamente recortada sobre los tonos más claros del suelo y rocas de la agreste colina. Era una silueta robusta, de piernas cortas y brazos poderosos, algo más largos que la proporción humana. La contemplé largamente sin más reacción que la curiosidad. Avanzaba a saltos como al rebote de una pelota, como el trote de un gorila. Sí, cada vez se acercaba más y parecía la silueta de un gorila.

Al llegar a las rocas que estrechaban el cañón, dio un salto y quedó con un pie en cada piedra. No se observaba nada a detalle, sólo era un bulto negro con forma humanoide y de más de dos metros de estatura. Estaba ya muy cerca y la curiosidad se tornó en inquietud y de la inquietud pasé al miedo cuando fijó su mirada en mí y descubrí que eran sus ojos dos ascuas que brillaban muy rojas, como si su interior estuviera lleno de fuego.

El bulto antropomorfo saltó hacia adelante y al ver que los papeles secos ni se agitaban con su caída, ni hacían su singular ruido, un espanto instintivo y repentino me atrapó. Sin más procedimiento, me subí los calzones y corrí despavorido hacia el interior de la casa y me tiré al lado de mi hermano en busca de refugio.

Vicente, al sentir que mi cuerpo se apretaba al suyo, despertó y dijo:

_ ¿Qué le pasa...? –preguntó con el usted que en la familia se usaba entre hermanos y padres como señal de respeto.

_ ¡Un bulto negro, una cosa como un gorila está en el patio...! –le dije en voz baja, tratando de controlar mi miedo para no gritar.

Sonrió incrédulo y me dijo que esas cosas no existían; que ya me durmiera... Le insistí que por ahí estaba, y tenía miedo que se metiera a la casa y nos hiciera algo.

Mi hermano, con la paciencia que lo caracterizó siempre, me invitó a salir para demostrarme que en el patio nada había. Me resistí con el temor desbordándose por todos mis poros; pero al fin me dejé conducir a leves tirones de mano, hasta el lugar del avistamiento. Vicente comentaba tratando de tranquilizarme e indicaba hacia toda dirección, mostrándome que no había por parte alguna ningún bulto negro.

Después de aquella demostración, le pedí permiso para dormir junto a él; y cariñoso, me rodeó con su brazo y pronto quedó otra vez profundamente dormido. Yo, cavilaba en lo sucedido y no podía entender porqué el “gorila” se dejó ver sólo por mi. Recreando en mi mente aquella robusta y negra aparición, aquella mirada de fuego, al fin, también fui vencido por el sueño.

Años después, mi papá me contaba una anécdota que pasaba de lo macabro a lo humorístico: Decía que en 1927 cuando tenía quince años, una noche, en nuestro natal Parras de la Fuente, caminaba en compañía de otro zagal compañero de correrías. Iban a lo largo del solitario Callejón del Santo Entierro cuyo trayecto estaba lleno de historias de apariciones por ser la ruta al Panteón Municipal; y miraban con desconfianza cada sombra que se movía por los huertos llenos de figuras por la luz de la luna filtrándose entre las ramas de los nogales. Todo era nerviosismo; los hacía saltar lo mismo el cruce de un gato vagabundo, que el sonido de una hoja de periódico arrastrada por el aire.

De pronto, en medio de un huerto, observaron un bulto negro. Medía poco menos de un metro y no era ninguna ilusión de óptica por los claroscuros que provocaba la luna. ¡Quedaron helados...! Por fin estaban ante un verdadero bulto negro de los tantos que la tradición tiene entre sus historias. Sin forma definida, recortaba su silueta más negra que la noche, a unos veinte metros de la calle.

Estaban petrificados de espanto. Ninguno quiso continuar el camino. Sólo un tonto se atrevería a pasar frente aquella aparición que amenazaba a los noctámbulos desde su lugar de acecho.

Mi padre, sacando fuerzas de flaqueza, se inclinó al suelo y tomó un pedazo de ladrillo que estaba por ahí. Ante la alarma de su compañero, tomó puntería y lanzó el pesado proyectil al bulto negro que lo recibió con un sonido seco, y un quejido cruzó la noche. El bulto se fue lentamente inclinando hacia adelante y cayó de bruces con el trasero hacia arriba.

¡A correr...! ¡No era un espanto! ¡Era Minga, la borrachita del pueblo que vestida de eterno luto, y en ese momento satisfacía una necesidad fisiológica...!

Pero esta tragicómica historia no se parecía a la mía. En aquel tiempo yo era muy pequeño y no sabía nada de historias de bultos negros; así que no estaba predispuesto a creer o a ver nada a partir de mi imaginación o mis miedos.

Muchos años pasarían sin que alguien me dijera algo convincente sobre la falsedad de esta historia porque siempre es más fácil el negar las cosas que tratar de explicarlas; sobre todo, cuando se trata de sucesos extraordinarios que rebasan todo límite de la conceptualización humana; hechos abiertamente sobrenaturales como éstos, que quedaron sin explicación porque no fueron mas que...

Un encuentro con lo Desconocido...

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