Los fleteros llegan a las trillas de Anáhuac, N. L., y hacen filas a veces de más de un kilómetro para llegar a la báscula. Ahí determinan el grado de humedad y el verdadero peso de los granos para pagar su precio. Larga es la espera y pasan los días y las noches en la formación compartiendo en la dilación las viandas, el café y las historias con las que hacen más amena la marcha de las horas. En esas jornadas de paciencia, nacen la amistad y el compañerismo entre estos hombres que tienen en mente el calendario de cosechas de varios puntos del país y se reencuentran con los camioneros anahuaquenses que ya conocieron en Querétaro, Aguascalientes, Coahuila y Tamaulipas. Esa temporada, la viven como gitanos y se hermanan en las vicisitudes del camino; departiendo y compartiendo las experiencias por los caminos de Dios.
Pablo es un chofer de tantos, pero lo distingue un hecho vivido que contó una vez a los errantes que consumían unas horas de su vida en torno a la fogata una noche de mayo.
Hace muchos, muchos años, iba con su camión de redilas a buscar la vida por los caminos de San Fernando y, entre los límites de Nuevo León y Tamaulipas, aquel atardecer decidió hacer campamento para esperar la ya cercana llegada de la noche. Había dejado la carretera y se dirigía por una larga brecha que partía en dos el extenso chaparral. La aridez de aquellos montes sólo permitía cubrir la desnuda tierra con pedregales, nopaleras y un bajo y cenizo matorral que apenas garantizaría la vida a un pequeño hatajo de cabras. Por esa temporada, el cielo de agosto hacía llover fuego sobre los campos como pretendiendo acabar con el último vestigio de vida.
El sol se acercaba a la línea del horizonte y había que pensar ya en el descanso. Detuvo el camión a un lado del camino y lo primero que hizo fue acomodar la hamaca a un lado del chasís; ella era su cama y tenía prioridad sobre cualquier preparativo. Bajó su moca de aluminio, el azúcar y el café de grano para preparar la aromática bebida que acompañaría sus pensamientos y recuerdos bajo las estrellas. Tomó unas cercanas ramas secas y prendió el fuego. Buscó unas tortillas y una lata de frijoles. Esa sería la vitualla que por muchos días le serviría de manjar; dura es la vida para los hombres del camino. La temporada de cosechas los lleva de pueblo en pueblo; viviendo errantes por rancherías y ejidos, sin el consuelo de una mujer o una cerveza; pues tienen que cuidar el dinero que han de llevar a la familia. Al ver que faltaría leña para mantener el fuego toda la noche, adentró sus pasos por el monte y empezó a buscar algunos troncos secos.
Los últimos rayos solares se tendían horizontales por la llanura y la crestería del matorral y nopaleras brillaban iridiscentes. De pronto, descubrió una larga cabellera de mujer sobre las pencas. La miró extrañado; no era posible que una hembra anduviera por aquellas soledades. Los ojos afiebrados por la dura jornada brillaron esperanzados por algún posible rato de ternura; y la llamó tratando de ser amable.
-Señora... ¿Qué hace aquí? ¿Necesita ayuda?
La mujer ni siquiera volteó. Hacía leves movimientos de cabeza mientras la cabellera ondeaba como bandera al viento; así que tuvo que repetir la pregunta. De nuevo el silencio fue la respuesta. Tal vez necesitaba acercarse un poco más pues a los treinta metros quizás la voz se perdía. Empezó a caminar mientras insistía:
-Señora... ¿Necesita ayuda? ¿Anda perdida? Si gusta la llevo a su casa...
Una rama se quebró bajo sus botas y el sonido seco agitó la negra y lustrosa cabellera. Lentamente volvió la cara y, ante su mirada, el camionero quedó petrificado. No era una mujer. Al volver la faz, descubrió un enorme rostro de serpiente. Su cabeza era grande como la de un perro. El enorme reptil abrió levemente el hocico y la lengua bífida asomó para aterrorizar más al pobre hombre. Con los ojos llenos de lágrimas por el espanto, sacó fuerzas de flaqueza y corrió horrorizado mientras a su espalda se escuchaba el calcáreo agitar de un poderoso y enorme cascabel.
Subió agitado y tembloroso a la cabina. Arrancó torpemente el camión y entre polvareda, atrás quedaron fogata, café, y una bestia insólita.
Muchos años han pasado desde aquel terrible día, pero todavía los fleteros acuden al reencuentro en cada cosecha y por las noches de espera se cuentan entre sí esta extraña historia. Mientras tanto, por los secos montes lejanos, un apocalíptico y gigantesco reptil ondea bajo el sol el hechizo de su cabellera, para engañar a los hombres que creen haber encontrado una bella y sensual...
Señora...
Norestense fue desarrollado en Drupal