Leyenda investigada por el Profr. Jorge Armando Salazar y reescrita Rafael Olivares Ballesteros.
Fue por el año del 75 -según la memoria de don Carmelo-, cuando conoció a Julián Moreno, humilde muchacho que, al igual que muchos paisanos, anhelaba llegar al otro lado de la frontera buscando la oportunidad de progreso que se le había negado en su natal San Luis Potosí. La suerte o el destino, lo trajeron hasta estas tierras Anahuaquenses sin más equipaje que su sueño de triunfar en la vida. Al fracasar en su intento, había llegado a este pueblo con sus ilusiones rotas, y la necesidad lo había obligado a acercarse a las puertas de los hogares de la colonia Obrera y el Centro, solicitando un bocado a cambio de sus servicios de limpiar terrenos baldíos o de jardinero; el caso era sobrevivir el día comiendo lo que los buenos corazones le compartieran, y guardando unos cuantos pesos para completar el pasaje de regreso a su pueblo; al fin y al cabo, no era la primera vez que había sido repatriado.
Aquella mañana, Julián llegó a la puerta del hogar de don Fernando, un conocido agricultor y ganadero de la región, poseedor de grandes propiedades por el lado del Nogal y Santa Gertrudis. El fuereño se entrevistó con el señor, ofreciendo sus servicios como era su rutina.
_ ¿De dónde dices que vienes muchacho? -preguntó don Fernando, en busca de conocer a su futuro posible trabajador.
_ Vengo de San Luis, señor. Me acaban de “aventar” para acá; y la verdad, necesito dinero para comer algo. Luego, en cuanto junte, pos' yo creo que me voy para mi tierra.
_ Pues lo que yo necesito es un pastor. ¿Sabes de eso? -le contestó el hombre en un franco ofrecimiento.
_ Si patrón, allá en el rancho donde vivía hacemos un poco de todo.
_ Bueno, pues vente mañana y veremos qué pasa...
Al primer rayo de sol de la mañana siguiente, ahí estaba el buen Julián esperando a don Fernando para ir a conocer el sitio de trabajo. Con un gesto de felicidad en el rostro, el joven agradeció al Cielo que ahora tendría una esperanza que le permitiría avisar a los suyos que sus sueños todavía no podían ser, pero que por lo menos estaba bien.
Don Carmelo cuenta que, al poco tiempo, mientras él trabajaba como operador de máquinas, desazolvando los drenes o desmontando terrenos, veía al fuereño pastoreando las cabras por las orillas de los canales. Lo recuerda como un muchacho trabajador, muy humilde y servicial y llegó a hacer amistad con él mientras trabajó por ese sector. En una tiendita campesina, coincidieron varias veces, y ahí compartieron la plática mientras un refresco mitigaba el sofocante calor del verano. Don Josecito, dueño de aquel negocio campirano, también entraba en la conversación, y los tres repasaban memorias y recuerdos para luego cada uno volver a sus labores.
Don Carmelo trabajó un tiempo por esos lugares, luego lo cambiaron a otro sector y ya no supo más de aquel pastor. Pasado un tiempo, una tarde, Carmelo pasaba por la tienda de don José y quiso llegar a saludarlo, refrescarse un poco y, por supuesto, le preguntó por Julián. Quedó boquiabierto al escuchar esta impresionante historia en la que don José le contó la suerte de Julián Moreno.
Julián se había convertido en un buen empleado al cuidado de los animales. A su cuidado estaba un rebaño de cabras que guiaba por terrenos de la parcela y por los alrededores del rancho del patrón. Como hábil trabajador, no tardó mucho en acostumbrar aquellos animales a su modo; ya que, luego de un silbido fuerte, el rebaño regresaba por sí mismo para entrar en los corrales. Eso le daba tiempo de comer sus tacos o cazar una liebre que ocasionalmente pasara por entre los matorrales, usando su resortera fabricada por el mismo.
Un buen día, junto a la parcela, Julián estaba sentado en un gran bordo observando el paisaje. El tintinear del cencerro de una de las cabras lo hizo volver la vista y, mientras se ponía de pie, descubrió no muy lejos una pequeña fogata que ondeaba sus flamas en colores naranja que cambiaban a un bello color azul. Extrañado por la repentina visión, paseó su vista buscando a algún extraño, pues toda esa área estaba cercada y en todo ese rato no había visto a alguien que anduviera por esos lugares para que hubieran encendido una lumbre y menos en terrenos del patrón.
Preguntó Julián al viento, tratando de ser amable con la persona que anduviera por ahí: “¿Qué pasa amigo...? ¿Qué anda haciendo...?” - Pero nadie contestó, y volvió su mirada en busca de aquella fogata que, repentinamente, había desaparecido.
Sin saber que pensar y sumamente intrigado, dio unos pasos hacia el lugar del avistamiento buscando respuesta a una desconcertante pregunta: “¿Qué seria eso...?” Por lo pronto, de aquello nada comentó a nadie; pero estaba seguro de haber visto aquella lumbre que desapareció repentinamente. Nadie le creería.
Pero no sería la única vez que tendría aquella experiencia, porque después de ese día, llegadas las seis de la tarde, repentinamente la fogata se levantó a un costado de la parcela, casi donde la cerca de alambre se juntaba con el rancho vecino. Aquella visión duraba sólo unos instantes, para luego desvanecerse conforme él se acercaba para ver exactamente de dónde salía. Sin sentir miedo, Julián miraba atónito como se esfumaba siempre en el mismo sitio.
La amistad con don José, dueño de la tienda campesina, lo hizo confiarle aquellos hechos; pues sabía que aquel viejo podría tener alguna explicación; y no se equivocaba…
El hombre, con la experiencia que dan los años, le dijo que se fijara bien el lugar donde se perdía aquella visión.
_ Le digo que se pierde en la tierra, y lueguito ya no está... ¡Venga conmigo! ¡No le miento, don José!
El buen viejo miraba sin malicia al muchacho que, desesperado, apuntaba hacia el rancho del patrón.
_ Está bien hijo... Deja cerrar, y vamos...
Aquellos hombres caminaron al lugar del avistamiento; y al llegar, se sentaron a conversar un rato, esperando la hora en que -según Julián-, aparecía la misteriosa lumbre. Fueron minutos de paciente espera; y llegado el tiempo exacto, la versión de Julián se venía abajo, pues nada sucedió.
_ Espérese tantito, don José... Ahorita sale... Se lo juro... Yo sé que no estoy loco.
Don José con mirada amable solo movía la cabeza; y con palabra apaciguante, le dijo al emocionado muchacho:
_ No es que no te crea, hijo... Lo que pienso, es que yo no debo estar aquí. No hay duda de que aquí hay algo y es sólo para ti. Solamente tú debes trabajar para ganártelo.
Don José, le recomendó marcar el lugar donde se perdía la lumbre poniendo una seña; para luego hacer una excavación que al fin y al cabo, nada perdía con intentarlo.
_ Pero..., mi patrón... ¡Hay que avisarle...!
_ Él no sabe nada de esto. Igual que tú, también llegó un día y compró estas tierras. Como no pertenece a su familia, nada perderá. ¡Aquí hay dinero muchacho! ¡Es para ti! Sólo a ti te toca; pero tú sabes...
Tras estas sabias palabras, se retiró el viejo a paso lento, acomodándose el sombrero; mientras Julián, confundido, lo miraba retirarse sin saber qué hacer.
Cuentan que aquel muchacho, cavó a ratos en aquella parcela, pero jamás descuidó su labor de pastor y su patrón no se enteró, pues pocas veces iba al rancho.
No pasó mucho tiempo para que se diera el desenlace de esta historia. Una tarde, se oían gritos de alegría afuera de la tienda de don José. Al asomarse, descubrió al joven pastor dando voces de contento mientras a su pecho apretaba un morral de cuero lleno de monedas de oro.
Al buen viejo se le llenaron los ojos de lágrimas al ver la felicidad que desbordaba aquel muchacho.
_ ¡Sí era cierto, don José! ¡Sí era cierto...! ¡Usted tenía razón...! ¡Mire lo que encontré...!
_ No me lo enseñes muchacho. Ya nada tienes que hacer aquí, regresa a tu pueblo.
_ Pero, ¿y mi rebaño...? ¿Y mi patrón...? -preguntó el noble muchacho.
Cuentan que a los dos días, el patrón preguntaba por un pastor que trabajaba en su rancho. El rebaño no salió a pastar por los montes como de costumbre, porque tenía suficiente comida que les había dejado dentro de los corrales. Su guía, ya estaba a muchos kilómetros de estas tierras.
Cuenta don Carmelo que don José había acompañado al pastor a donde pudiera tomar un transporte con rumbo a San Luis Potosí. Aquel joven potosino se despedía abrazando a don José y agradeciendo a Dios la oportunidad de aquel tesoro que había guardado para él. Quiso pagar con varias monedas el consejo del viejo, pero éste no aceptó.
Y por pláticas del anciano, con el tiempo, fue invitado a conocer el rancho El Centenario, habitado por una familia sencilla, dueña de buenas tierras de cultivo y varias cabezas de ganado mayor, propiedad de un hombre del que dicen que fue...
Un pastor con suerte...
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