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EL TORO NEGRO

Relatos misteriosos llenan la conversación familiar con historias ya tradicionales porque han ido pasando de generación en generación hasta llegar a nuestros días. El tesoro, el aparecido, el bandido, el indio guerrero; pero una de las narraciones más conocidas al poniente de la población es la referente a una espantable aparición:

EL TORO NEGRO

Era el año de 1917. En la intimidad de una casa en los límites del poniente de Lampazos por lo que hoy llaman calle Guerrero, una noche doña Prudenciana se retiró a su habitación para dar gracias al Señor por haberle concedido un día más en su tan largo existir que sumaba ya los noventa años de vida. Desde 1827 ya mucho había vivido y por su condición de mujer, había sufrido y gozado como testigo presencial de las mil aventuras de los pueblos norteños por el nacimiento del México que por esos días, todavía se sacudía por la Revolución.

Haciendo un recuento de los años y los recuerdos que cada uno había dejado, se daba cuenta que muchas penas había padecido, pero había una muy especial, muy actual, que aún al final de su vida le quitaba el sueño. Y se sentó a la orilla del lecho para musitar sus oraciones de fin de jornada pues ya las fuerzas no eran las de antes para poder arrodillarse y empezar el diario Santo Rosario en el que elevaba al Cielo la plegaria de todos los días:

_”Señor, te doy gracias porque me has bendecido con una larga vida y con tantos hijos tan buenos. Pero tú sabes que mi más grande pena es Teodorito... Tú sabes, Padre, que es buen hijo; muy trabajador y respetuoso. Pero por culpa de ese vicio cochino que lo domina, me lo van a matar un día... Yo ya soy vieja, Señor. No tengo la energía de antes. No puedo seguirlo y sacarlo de donde ande. Sólo tú puedes intervenir en su vida, Padre...

Te lo suplico: ¡dale un susto Señor…! ¡Dale un buen susto que lo haga entender que va por mal camino! Dale una prueba de tu poder para que cambie. No me dejes morir sin ver a mi hijo redimido...”

Y los dedos viejos y nudosos como sarmientos empezaron su recorrido por las renegridas cuentas del antiguo rosario en una santa rutina, como santo es todo lo que hacen los ancianos, seres ya inmunes a todas las tentaciones y pasiones de la vida y sólo dedicados a dar amor en la más bella etapa de la existencia; esa, cuando los nietos y biznietos nos rodean como capullos tiernos apretados junto al viejo tronco.

La mañana asomó su rubia cabellera por las chatas cumbres de la sierra de La Iguana y vestida de luz fue caminando por las empedradas calles del pueblo para anunciar a los lampacenses la oportunidad de un nuevo día. La luz se filtraba por las frondas de las nogaleras y se reflejaba en resplandores plateados en las cantarinas aguas de las acequias que cruzan los solares. Doña Prudenciana barría el patio con una leve sonrisa de felicidad al pensar que sus oraciones habían sido escuchadas. ¡Teodoro había dormido en casa y amanecido sobrio!

Ese día redobló su comunicación con Dios y al llegar la noche la plegaria fue reiterada; pero sólo una vez más tuvo el gusto de ver repetida la señal porque a la siguiente, Teodoro se perdió toda la tarde y a las diez de la noche la compungida anciana supo que ya no debía esperarlo. Contrita, llena de pesar, se recogió a su cuarto y tras el Rosario, la oración de gracias y las peticiones, quedó profundamente dormida.

Eran las tres de la madrugada. El hombre de nuestra historia iba zigzagueante a lo largo de la calle Hidalgo. El empedrado de la acera hacía inseguro su paso, así que mejor decidió caminar por el centro de la calle. Con voz tartajosa balbuceaba una tonadilla alegre saboreando todavía el buen rato pasado con las muchachas alegres de la Zona de Prohibida. El mezcal y la cerveza habían corrido a raudales y tras agotar la plata del bolsillo, no había más remedio que regresar a casa. Dio vuelta a la derecha al llegar a la calle Guerrero, sintiendo ya cerca el calor del hogar y el lecho acogedor.

Algo estaba ocupando el arroyo de la calle... Era un flacucho becerrillo negro que vagaba perdido; tal vez escapado de algún corral cercano. Teodoro siguió su paso sin prestar mayor atención. Al acercarse intentaría evadirlo.

Caminó en diagonal pero el becerro se desplazó hacia su camino. Siguió acercándose tanto, que ya no había más que sacarle la vuelta; pero el animalillo se atropelló con él. Teodoro le gritó y agitó los brazos para asustarlo, pero la bestezuela no se movió ni un centímetro. Impaciente, le dio un ligero puntapié para espantarlo pero el endeble animal permaneció allí indiferente a los aspavientos del briago. La exasperación llegó por fin y una bota se estampó en el costillar del becerro que de pronto ya no lucía tan pequeño y al tercer puntapié, pareció todavía más grande. Teodoro, sinceramente enojado, le dio varios puntapiés para espantarlo y cuando algo de razón se abrió paso entre la niebla de su alcohólica conciencia, por fin se dio cuenta que el becerro había crecido a cada golpe hasta convertirse en un gran toro negro.

Quedó con el entendimiento aún nublado, así que todavía propinó un fuerte puñetazo en los belfos del burel y lo vio ahora tan enorme, que elevaba su metálica cornamenta a tres metros de altura y, atravesado como estaba, ahora ocupaba la calle casi de lado a lado...

Quedó el borrachín ahora tembloroso al descubrir por fin que se encontraba ante un ser de otro mundo; entrampado en una situación impredecible. El magnífico semental que inicialmente había visto como un becerro, era ahora un monstruo cuya piel brillaba en destellos azules bajo la luz de la luna. Su poderosa constitución ya lo hacía intocable, y agredirlo sería ahora un suicidio; pero cuando el demoníaco astado bajó la testuz y cara a cara le clavó la mirada, Teodoro pudo asomar por aquellos ojos como a ventanas al averno, donde descubrió un paraje de fuego lleno de ayes de tormento que ya hacía tiempo lo esperaba...

La borrachera se esfumó de pronto y un alarido de terror se escuchó por todo el poniente de Lampazos.

Ciria se levantó de un salto al oír desesperados golpes en la puerta y al abrir las pesadas hojas de encino, vio a su hermano jadeante, recargado en el marco, con el semblante desencajado e imposibilitado para pronunciar palabra. Doña Prudenciana acudió luego con su paso lento y se dio cuenta que su hijo traía todos los síntomas de un asustado.

Lo tomaron del brazo y, como niño, se dejó conducir a la cama para recibir el tradicional ritual de oraciones, albahaca, piedra alumbre y lleno de humildad respondía cuando su hermana lo conminaba con el esotérico: ¡Teodoro, vente...! ¡No te quedes...! ¡Teodoro, vente…! ¡No te quedes...!

Teodoro Ortiz recuperó el alma perdida en los abismos del espanto sufrido y a partir de ahí, dejó de beber por el resto de su vida. Su madre se deshacía en agradecimientos al Altísimo por la gracia concedida; pero jamás le dijo a su hijo el contenido de sus antiguas plegarias Aún así, también ella aprendió que la oración de los ancianos siempre es escuchada en el Cielo, así que buen cuidado debemos tener al pedir a Dios; no sea que en su inmensa bondad nos lo vaya a conceder...

Mientras tanto y hasta nuestros días, cuentan los pobladores del poniente del pueblo que todavía por las noches, se ha visto vagar entre la sombra de paloblancales y nogaleras un inofensivo becerrillo que busca victimar algún otro borrachín o malandrín desvelado. Y esta historia se ha repetido cada vez que por las calles solitarias se escucha a lo lejos un grito en la madrugada cuando algún desdichado se enfrenta lleno de terror a la mirada espantable de un terrible...

Toro negro...

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