A la caída del sol, es el instante de gran movimiento para las energías que acechan en espera de la oscuridad. A medida que la luz huye y la noche avanza, van creciendo las posibilidades de contactos con los entes que nos vigilan desde las sombra. Allí es el momento en que podemos hacer un espeluznante contacto con ellos; podemos escuchar sus voces arcanas, o podemos ser víctimas de bromas chocarreras como aquella que sucedió a cuatro anahuaquenses en tiempos ya lejanos y que, contados de boca en boca, han pasado a ser una leyenda más en esta tierra bendita por Dios.
Era el año de 1946, cuando cuatro amigos salieron de Anáhuac con rumbo a Sabinas, Coahuila, a consultar a un curandero que dominaba la herbolaria, y tal vez tendría en su haber las plantas precisas para atender con éxito sus males; ya que la medicina alhópata no había podido hacer nada por ellos. Así que, temprano por la mañana, abordaron aquel viejo Plymouth color café, y pusieron por delante a la Esperanza como guía.
Pepe Gallegos, conocido por sus amigos con el alias de “El Terror”, su buen amigo Marchán, y Manuel Velásquez “El Orejón”, enfilaron con aquel rumbo tomando la antigua carretera Cero. Al volante, iba Jesús Aguilera.
Pasaron cerca de la cortina de la presa Don Martín, y recrearon la vista en el gran espejo de aguas. Tomaron hacia la derecha bordeando su rivera, siguieron el camino y tomaron un descanso a orillas del vetusto pueblo de San Felipe. Como aún estaban retirados de su destino, ahí tomaron los alimentos preparados en casa para gastar menos y dedicar más dinero a la consulta, compra de remedios, y gasolina. Una vez saciada su hambre, siguieron hacia Sabinas.
Al llegar al pueblo, Jesús, que conocía bien el lugar, enfiló directo hacia el consultorio del fitoterapeuta. Consultaron en conjunto los malestares del riñón, intestinales, y las incurables llagas en los dedos de los pies.
El naturista los atendió afable, les cobró la consulta, les vendió los remedios, y los despidió no sin antes invitarlos a volver a visitarlo, ya que de Anáhuac a Lampazos, tenía mucha y muy generosa clientela.
A media tarde, todo estaba hecho. Lo que seguía, era el feliz regreso a casa. Y ahí vienen, desandando los caminos de polvosas terracerías que obligaban a una velocidad moderada y tal vez, ya de noche, estarían otra vez en el entonces pueblo algodonero de Anáhuac.
Otra vez refrescaron su ser ante la agradable vista de la presa, pero esta vez, pasaron de largo tratando de ganarle al tiempo que se les venía encima. Sin embargo, la naturaleza se impone, y al pasar por los alrededores del paraje conocido como el Sifón Villanueva, una necesidad fisiológica los hizo detenerse. Bajaron confiados en que ya estaban cerca del hogar y se esparcieron por aquellos montes solitarios buscando privacidad a sus necesidades. El sol ya había caído y la noche se anunciaba con las primeras sombras que avanzaban arrastrándose por los campos para preparar la llegada de la noche. No había problema; pues en cuarenta minutos, estarían ya entrando a Anáhuac.
Iban llegando al carro El Terror y Chuy; y encontraron con un gesto extraño a Marchán y al Orejón.
_ ¿Qué les pasa...? ¿Porqué esas caras...? –preguntó Pepe Gallegos.
_ ¡Mira las llantas...! ¡Están ponchadas las cuatro! –contestó El Orejón.
_ ¡No puede ser que las cuatro...! –dijo Pepe dando la vuelta al carro; pero ya no fue necesario decir más. Efectivamente, las cuatro ruedas descansaban en los rims, completamente desinfladas.
No había remedio; la noche caía, y ya nada se podía hacer. Tomaron el acuerdo de hacer campamento para pasar la noche, y al otro día irían por auxilio.
Juntaron leña, hicieron una fogata, calentaron los últimos tacos del lonche y procuraron dar buena cara al mal tiempo, platicando bajo las estrellas hasta que uno a uno fue vencido por el sueño.
La claridad del día siguiente llegó y los despertó con una brisa fresca acariciando sus caras. Se desperezaron estirando sus cuerpos y se quedaron viendo por un instante la naciente mañana. Pero, ni modo, había qué empezar la desagradable misión de conseguir las cuatro ruedas. De pronto, Manuel Velásquez dio un grito de asombro:
_¡No puede ser…!Miren las ruedas del carro...!
_ Pero, ¡cómo es esto...? – dijo boquiabierto Marchán. –Los cuatro neumáticos estaban completamente inflados, como si nada hubiera sucedido la noche anterior.
Los amigos revisaron las llantas, las calibraron… Todo estaba misteriosamente perfecto. Y entre temerosos y extrañados, subieron al carro y tomaron rumbo al pueblo para contar una extraña historia que nadie les creería.
No espere usted la media noche para tener un encuentro con entes desconocidos. La hora crítica, es la llegada de las sombras. En ese momento puede usted tener un horroroso encuentro con los fantasmas que pueblan los aires, o puede padecer un engaño de los espíritus, como aquellos cuatro amigos que recordarían aquel encuentro, hasta el fin de sus vidas.
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