Por siempre han existido los bandidos, delincuentes que en grupo han asolado poblaciones sin que la autoridad pueda hacer algo efectivo contra estos grupos delictivos. Quién no recuerda las gavillas de bandoleros, asaltantes de caminos que acechaban por las veredas viejas del Siglo Diecinueve y principios del Veinte. Algunos eran simples asaltantes, otros se decían guerrilleros cobrando una cuota revolucionaria pero ambos, con causa o sin causa, se dedicaban lo mismo.
Pero hay una figura que, gracias a Dios, se perdió en la historia; es la figura del pirata, bandido de los mares que atracaba navíos y poblaciones costeras.
Cuenta la historia, y el misionero Fray Marfil de Jesús en sus memorias, que el 17 de mayo de 1683, por la tarde, aparecieron frente a Veracruz dos barcos piratas con bandera española. Pensando que eran dos navíos que se esperaban de Venezuela, hicieron fogatas para guiarlos en su entrada al puerto. No sabían que otros once barcos mercantes aguardaban mar adentro, inocentes de lo que venía para el puerto.
Los Piratas Lorenzo de Gaff, Nicolás Van Horn y Miguel Gramont vieron que la estrategia les dio resultado; y al tomar el muelle por sorpresa, las puertas de la ciudad se abrieron para ellos. Entraron rompiendo puertas y ventanas, robando y matando por muchas horas. En el templo encerraron a los más de seis mil habitantes, tan apretados unos contra otros, que no podían moverse. Clavaron las entradas principales, menos la de la Sacristía, y el calor, el miedo, la falta de sueño, el hambre y el hedor penetrante hizo que mucho murieran ahogados o perdieran el juicio. Los que morían asfixiados seguían de pie sostenidos en vilo por las apreturas o eran pisoteados sus cadáveres.
A la noche siguiente, los piratas se divertían azotando y golpeando a los prisioneros, hasta sangrarlos, quebrarles los huesos o asesinarlos. Había noticias de una flota que venía a enfrentar a los piratas y otra tropa que se acercaba a pie desde la capital de la Nueva España. Los prisioneros con sus hijos y mujeres desesperaban en la esperanza que parecía que nunca llegaría.
El pirata Lorencillo puso un gran cajón en medio de la iglesia y ordenó que lo llenaran de los dineros que aún estaban escondidos en las casas o degollaría a toda la población El párroco desde el púlpito conminaba a los secuestrados a que llenaran aquél cajón y al menos salvaran la vida. Todos empezaron a echar anillos, aretes y demás prendas de valor mientras los ricos eran llevados a rastras hasta sus casas para que desenterraran sus caudales.
Tres días duró el tormento, los presos sólo comían bizcocho negro y no les daban agua; en tal situación los más débiles, como los niños y los enfermos, iban cayendo muertos uno tras otro.
Al cuarto día se abrieron las puertas de la iglesia y a golpes hicieron huir a todos, separando a las mujeres más bellas para llevárselas a sus barcos y dejando desnudas en medio de las calle a todas las demás sin respetar niñas ni ancianas.
Mil quinientos hombres fueron llevados a la Isla de Sacrificios donde pidieron ciento cincuenta mil pesos de oro por su rescate; y hasta el último día de mayo que recibieron los dineros, los soltaron.
Por fin la flota de once barcos que esperaban mar adentro llegó aprestados al combate pues desde el almirantazgo de San Juan de Ulúa ya habían recibido la noticia de lo que sucedía; pero el comandante de aquella flota, convocó a una reunión para afinar estrategias y en unas horas, los piratas desaparecieron sin que nadie los siguiera.
Las gavillas de bandidos siempre fueron el miedo constante en las poblaciones y ahora, en estos tiempos; no faltan los que con vocación de piratas y gavilleros se organicen en pandillas para asolar colonias y poblados enteros; pero ya no son los mismos de aquellos tiempos y no llegarán a esos extremos porque en nuestros días ni la población ni la autoridad organizada lo puede permitir.
Usos que en el tiempo cayeron en desuso; y ojala que nunca vuelvan...
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