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LOS POLVOS DE LOS JESUITAS

Era a mediados del Siglo XVII y en la Ciudad de México el conde Santiago Calimaya, se moría. Terribles fiebres lo atormentaban y lo llevaban a delirios en que era atormentado por seres etéreos que lo rodeaban en espera de llevarlo a cruzar el umbral de la muerte. Era rodeado por docenas de dignatarios del virreinato entre los que se encontraba el Obispo y el Virrey mismo con una vela en la mano, pronunciando las últimas oraciones para ayudarlo a dar el paso al final de la existencia. Sobre su cama se acomodaban medallas, crucifijos y escapularios en espera de un milagro; pero el conde se moría en aquellas fiebres que le hacían hervir la sangre.

Una docena de frailes franciscanos llegaron entonando salmos y jaculatorias en demanda de piedad del Altísimo que parecía ya había decidido la hora final para aquel noble que había gastado gran parte de su fortuna en obras benéficas para conventos, monasterios, hospitales y comedores para los pobres de la Nueva España. Era ya una multitud la que rodeaba el lecho de agonía mientras a las afueras del palacio cientos de ciudadanos, pobres y ricos, empleados y administradores de sus múltiples posesiones hacían guardia esperando y suplicando por la salud de su patrón.

En eso, llegó el padre jesuita Don Remigio Quesadas que venía del puerto de Veracruz después de haber viajado desde el lejano reino de Perú. Lo hicieron pasar al lecho de dolor y dijo a los presentes: “He tenido noticias de tan noble señor y he venido con un remedio que curó a la misma reina en el lejano Cuzco. Permítanme aplicarle la primera dosis y por la Misericordia Divina, el señor conde curará.

Sacó de bajo su capa una caja de maderas preciosas y extrajo un sobrecillo que contenía un polvo que diluyó en una cuchara y la llevó a labios de enfebrecido conde Don Santiago Calimaya. Bajo el interrogatorio de los presentes, esperó en silencio media hora para aplicarle la segunda dosis y tras horas de fiel guardia ente el lecho del enfermo, este empezó a tomar otro ritmo en la respiración y a poco tuvo las primeras palabras sin el desvarío de las calenturas. Al día siguiente, los polvos se le aplicarían solamente tres veces al día.

El conde de Calimaya tomó nuevo color y tomó sus caldos, vinos y rompopes con algunas golosinas de la cocina Real. Estaba en franca mejoría y daba gracias a Dios por concederle el milagro tan solicitado por sus familiares y amigos.

Vino el interrogatorio a fray Remigio y este les contó el origen misterioso de aquellos remedios.

_ “Nada oculto hay en estos polvos, señores. El remedio fue descubierto por el indio peruano Pedro de Leyva quien, una vez que era atormentado por fiebres que lo tenían al borde de la muerte, bebió agua de una poza que estaba invadida de raíces de un árbol común de aquellas tierras. Su recuperación fue tan rápida, que fue a dar razón a los jesuitas quienes estudiaron dicha raíz y la experimentaron hervida, masticada y al fin, descubrieron que era más rápida puesta a secar y suministrada en polvo. Como solamente nosotros poseíamos el secreto, la gente le llamó “Polvos de los Jesuitas” Con ellos hemos curado grandes cantidades de enfermos de fiebres y hoy hemos curado también al conde Santiago Calimaya para que siga su obra de bien entre los necesitados.”

Fue así como llegaron a la Nueva España los polvos del árbol de Quina con el que pudieron enfrentar las fiebres tropicales también llamadas palúdicas.

Cuando el polvo de los jesuitas llegó también a Europa, fue recibido con desconfianza o desprecio por los sabios de la España quienes llegaron a alegar que el poder de la Quina no era más que una muestra de tratos con el Diablo. Sea como sea, fue un indio de Perú quien descubrió la cura efectiva contra el paludismo que azotó tanto a la humanidad por los siglos pasados.

Una prueba histórica del poder efectivo de la medicina nativa.

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