Dice la leyenda que un monje que buscaba una relación cercana con Dios se retiró a vivir de anacoreta, de ermitaño, a lo más profundo de un bosque. En aquel silencio redescubrió la obra divina y se recreó ante el verde de las arboledas, el fulgor polícromo de la floresta, el cielo tachonado de miríadas de estrellas, el rumor del viento entre las copas de los árboles y en todas esas voces y esplendorosas visiones creyó descubrir la presencia de Dios.
Llegó la hora de la comida y el monje pensó que en la contemplación divina no necesitaba nada más, que era Dios un océano de amor y en esa inmensidad su cuerpo sería alimentado en la misericordia divina. Buscó bayas, raíces y otros frutos de la naturaleza y con ello acallaba su hambre sin darse cuenta que su cuerpo enflaquecía poco a poco en aquella contemplación que no le daba otra preocupación que estar cerca del Señor.
Pasaron meses y sus hermanos del monasterio decidieron ir a dar una vuelta al bosque para saber de aquél monje contemplativo; quizás ya había encontrado la santidad, quizás ya había tenido la gracia de mirar el rostro mismo de Dios; pero lo que encontraron fue un hombre moribundo con la piel pegada a los huesos.
Inmediatamente lo rescataron y lo llevaron al pueblo en busca de atención médica; fue salvado, y tras una penosa y larga recuperación volvió al monasterio. Sus hermanos le preguntaron curiosos por lo que había encontrado. Les contó de las maravillas de la naturaleza con que la obra de Dios le saludó todas las mañanas; pero también les contó del desamparo y el hambre que lo acorraló y estuvo a punto de acabar con su vida.
_Pero, hermano, entonces ¿no vio el rostro de Dios?
_Claro que lo vi; pero lo vi muchos años antes de irme de ermitaño. El rostro de Dios está en la sonrisa de un niño, en la mano del mendigo que se tiende ante ti por las aceras y plazas, en la mirada de las parejas de enamorados, en la hermandad y preocupación que por mí demostraron todos ustedes. No hay que ir tan lejos a buscar a Dios. No hay que ir a buscarlo en la soledad del desierto, sino en el amor que como discreto espíritu vive entre los hombres buenos del mundo.
Por historias como estas, el pueblo ha ideado dichos muy sabios como aquellos que dicen: Ni muy, muy, ni tan, tan... Ni tanto que queme al santo, ni tanto que no lo alumbre.
O lo que es lo mismo: Tanto árbol, no te deja ver el bosque.
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