_ ¡Ái viene Octaviano Esparza! ¡Ái viene Octaviano Esparza!
Los niños se arremolinaban por las banquetas y esquinas para ver pasar a un charro verdadero, que con su atavío vernáculo y su caballo amaestrado encabezaba los desfiles de la Independencia y la Revolución.
_ ¡Áhi viene Octaviano Esparza! ¡Áhi viene ...!
Su caballo danzarín bailaba al son de la música de viento o marcaba el marcial compás de los tambores. Cualquier ritmo lo podía seguir caracoleando con pasitos cortos al frente, levantando en alto el casco en cada paso; caminando de izquierda y de derecha; reculando jactancioso y mitotero o dando algunos pasos sólo sobre sus patas traseras. Octaviano Esparza dirigía cada movimiento con sencillos toquecitos de mano o con un estratégico contacto de espuelas. Blanco, alto y de bigote poblado, iba orgulloso de su cabalgadura y de sentirse estampa viva de la mexicanidad.
Era su gusto tomar la copa después de cada desfile; y a rienda suelta, su caballo caminaba tras él como compañero fiel. Cuando Octaviano iba de cantina en cantina, su corcel lo seguía de puerta en puerta sin que lo llamara; y quedaba esperando a su dueño a un lado de la entrada sin necesidad de que lo atara. Como buen veterano de la Revolución, era recio en su trato y de armas tomar. Llegado de lejanas tierras igual que todos los fundadores de Anáhuac, traía en su ser y en su trato los usos y costumbres del terruño que lo vio nacer. Cuando reposaba, se sentaba a la sombra de su noble bestia que no se movía sin la voz de su amo. Y cuando ya se retiraba, ejecutaba algunas gracias, como hacer caminar al caballo sobre las patas traseras; y, tras hacerlo dar algunos brincos, se iba camino a su rancho bajo las miradas de admiración de la gente sencilla.
Agricultor de tiempo completo, eran los caballos su pasión. Su rancho estaba a la orilla del río Salado, frente a La Reforma. Tenía domicilio también en la colonia Obrera; ahí guardaba sus varios trajes de charro, y eran en verdad de lujo tanto la fornitura de su revólver, como los arreos con que arreglaba su caballo para las fiestas del pueblo.
Era Felipe "La Flaca" un hombre hábil con las armas, y se cuenta que un bote en el aire no lo dejaba caer hasta vaciar la pistola. Fue policía del pueblo y muchos recuerdos dejó entre los que lo conocieron. Estuvo preso en Texas. Se ganó el aprecio de la autoridad carcelaria y como preso "de confianza", lo comisionaban al cuidado de la caballada de los Rangers. Salía a los pastizales aledaños al presidio para cuidar y alimentar las bestias en compañía de otro reo mexicano conocido como el "Pata de Palo" por que le faltaba una pierna. Una mañana, Felipe y su compañero tomaron los mejores caballos y a galope tendido, huyeron atravesando montes con rumbo al sur. Una partida de Rangers salió a perseguirlos; pero era inútil, llevaban ya mucha ventaja. Al llegar a las orillas del río Bravo, encontraron los caballos abandonados y el cuerpo del Pata de Palo, quien por su impedimento, no pudo con las traicioneras aguas y murió ahogado.
Felipe La Flaca caminó día y noche y llegó a Ciudad Anáhuac, tierra de inmigrantes que por haberse poblado con gente de varios estados y repatriados, a nadie le interesaba asomar a la vida ajena. Felipe era felón, y ya en el pueblo, tomó un teléfono, llamó al presidio, y le avisó a Buck, el director del penal, que estaba en Ciudad Anáhuac, que vinieran por él, si podían... Obviamente, no podemos publicar aquí las palabras que gritó el viejo Buck para desahogar el berrinche; pero La Flaca se divirtió en grande con el teléfono en la mano. Así empezó una nueva vida para Felipe que desempeñó varios trabajos, y como se dio a conocer como hombre de acción y excelente tirador, pasó a formar parte del Cuerpo de Policía Municipal.
Octaviano Esparza era bonachón y festivo en su trato con todo hombre que buscó su amistad, y reservado y discreto con los que le volvían la cara. Pronto hizo amistad con Felipe; buena camaradería hubo entre ellos y se cruzaban las bromas con franqueza y sin malsana intención.
Dicen los viejos del pueblo que corría el año del cuarenta y tres, cuando, una mañana, iba Felipe por la acera con una tina de nixtamal en la mano. Por el arroyo de la avenida se le emparejó un jinete que entre elegantes movimientos de cabalgadura, le habló manzorrón y de lado:
_Nomás pa' eso me gustabas ... El hombre que retó a Buck, 'ora lo mandan al molino ...
Felipe volvió el rostro repentinamente inyectado de ira y descubrió a Octaviano sonriente sobre su caballo. Dándose por ofendido, tomó por las ropas al sexagenario y lo derribó al suelo. Le dio algunos golpes y luego le propinó unos azotes con la reata de su misma montura.
El viejo, confundido y humillado, se levantó y se retiró cabizbajo. Acababa de recibir una afrenta y la sangre le ahogaba los ánimos. El desafío estaba hecho.
Una tarde, Octaviano Esparza cruzó por el vado rumbo a Estación Rodríguez. Por la subida, había varios negocios de mala muerte, entre restaurantes y cantinas; y en una de éstas, se encontraba Felipe tomando. Por la ventana vio al jinete que subía por la vereda, y se paró ante la ventana; para que viera Octaviano que “ahí estaba su suerte”. El viejo charro desde lejos le adivinó el ánimo y se acomodó la pistola al cinto; pensó que era inminente otro mal rato.
La Flaca asomó afuera medio cuerpo y le gritó algunas burlas; retándolo a terminar de una vez con "el pendiente". Octaviano Esparza aceptó el reto; pues si no respondía, estaba condenado a ser la burla constante de aquel hombre. Aunque viejo, sabía que son las armas las que miden la fuerza; y era cuestión de honor no evadir el compromiso. Bajó del caballo con la pistola en la mano. Felipe salió a la puerta con el arma lista; la moneda ya estaba en el aire.
Levantaron las pistolas y unas detonaciones sacudieron la adormilada estación. Felipe cayó herido de muerte con dos balas en el cuerpo. Se revolcó en el intento de levantarse con el revólver en la mano, y volvió a caer con otra bala entre las costillas. El herido ya no intentó incorporarse; se sacudía espasmódicamente con la muerte asomando a las pupilas; y quedó quieto al fin, con la mirada vidriosa puesta en su rival que sólo pronunció cabizbajo:
_ Ni modo ... ¡Ya la tráibamos ...!
El honor del hombre que había sido la admiración del pueblo estaba ya lavado. Con el semblante triste subió a su caballo y enfiló con el rumbo de los rieles. Cruzó el viejo puente sin que su educado caballo perdiera el paso entre los durmientes y se fue a presentar a la comandancia. La Policía no lo detuvo porque llegaron por el vado y cuando volvieron al Cuartel, ya Octaviano estaba tras las rejas.
Octaviano Esparza corrió con suerte; pues según los testigos de estos hechos, al hábil tirador se le derrumbó la buena fortuna cuando topó en la raya y su pistola se le trabó.
Conducido ante el Juez en Villaldama, pasó unas semanas y pronto fue liberado ante la razón de una legítima defensa y, según dicen, la recomendación del General Z. Martínez quien no olvidaba a su antiguo subordinado.
El tiempo pasó y a Octaviano se le volvió a ver cabalgando por los caminos de Anáhuac. Desde su rancho “Los Apaches”, viajaba a lomo de su envidiable corcel hasta lugares tan lejanos como Don Martín o los ejidos. Pronto volvió a dar la cara al pueblo y volvió a lucir sus trajes de piel y platería. Otra vez salió a los desfiles para deleite de los pequeños y en su caballo retozón cabalgó hasta que el rival infalible: el Tiempo, lo fue poco a poco bajando de su orgullosa montura y lo fue reduciendo al lecho de enfermo.
El 14 de agosto de 1963, se fue para siempre una de las más recordadas estampas del folclor de Anáhuac. La gente comentaba triste por las calles:
¡Ha muerto Octaviano Esparza ...!
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