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OFRENDA A LOS MUERTOS

Ya viene el Dos de Noviembre, Día de los Muertos. Veremos altares a los difuntos en la intimidad de los hogares así como por las escuelas como un intento por preservar y difundir las tradiciones mexicanas, y esto impone algunas preguntas: ¿De dónde a sacado el mexicano que es necesario ofrendar a sus muertos? ¿Qué tan profunda es la raíz histórica de esta tradición que ni la fuerza de las fronteras ha podido arrancarla? Tenemos que buscar en el pasado la razón de la fuerza de una de las más puras tradiciones mexicanas.

Viajaremos por el tiempo hasta la época del Imperio Azteca. Para los antiguos mexicanos, lo que determinaba el lugar al que había de ir el alma de un difunto, no era la conducta que éste hubiera observado en vida, sino la forma de morir. Para tal efecto, disponían de cuatro paraísos principales, acomodados en los cuatro puntos cardinales alrededor del Sol.

En primer lugar, tenía un paraíso oriental o Tonatiuhichan, “Casa del Sol”. A ese lugar iban las almas de los guerreros muertos en combate o en sacrificio. Era el Tonatiuhichan un gran valle con arboledas y jardines floridos en los que permanecían las almas de los guerreros en continuo placer y deleite; sin sentir ya jamás tristezas, dolor o disgusto. Vivían gustando y chupando el aroma y zumo de las flores y jugando como niños felices a simulacros de guerra. Cuando el Sol aparecía por el oriente, lo saludaban con grandes gritos, silbos y golpeando sus escudos. Su máxima gloria consistía en acompañar al astro rey en su vuelo por el cielo hasta el cenit para volver luego a la gran llanura a seguir su existencia de gozo constante. En el Tonatiuhichan pasaban las almas cuatro años, después podían pasear también por su tierra convertidos en colibrí o alguna otra ave de hermoso plumaje.

El segundo paraíso se localizaba al occidente del sol. Se llamaba Cincalco o “Casa del Maíz”. A ese lugar iban las almas de las mujeres muertas en parto. En el Paraíso Occidental las mujeres llevaban una vida de felicidad permanente, y su principal premio era acompañar al Sol en su viaje del cenit hacia el ocaso. Luego de cuatro años de estancia en el Cincalco, podían también pasear por el mundo de los vivos; pero a manera de espantos, y se les representaba con rostro de calavera, pelo erizado de ciempieces, arañas, alacranes y víboras; con grandes garras en manos y pies. Encontrarse con ellas era de mal agüero para mujeres y niños.

El tercer paraíso estaba ubicado al sur del Sol. Ese era el Tlalocan o “Casa de Tláloc”, dios del agua. Allí acudían las almas de los muertos fulminados por un rayo, ahogados, o por algún tipo de muerte relacionada con el agua. Era el Tlalocan un lugar de delicias, de perpetua alegría entre abundantes ríos y manantiales. Había toda clase de árboles frutales en permanente producción; abundaba el maíz, el frijol, la chía y toda clase de alimentos. En aquel jardín de delicias, las almas pasaban una existencia de juegos y descanso bajo los árboles en compañía de alegres camaradas y toda clase de manjares al alcance de la mano.

Para los que morían de enfermedad había un cuarto destino; el Mictlán, lugar sin luz, casa yerma y obscura. Tras pasar por nueve regiones infernales, donde las almas eran sometidas a duras pruebas, temerosas se presentarían ante Mictlantecutli, Señor del Mictlán; para ofrecerle toda clase de presentes. Si le eran agradables las ofrendas, los dejaría pasar al lugar del descanso eterno; si no, serían devorados por Mictecacíhuatl, Señora del Mictlán.

Las nueve regiones mágicas eran de lo más variado: Una era el “Lugar donde las montañas se juntan”, amenazando con aplastar las almas en tránsito. Otra era cruzar sobre una montaña de obsidiana, donde en el trepar recibían múltiples heridas. Venía luego un paraje inmenso, frío y desolado donde el viento arrastraba en su vuelo piedras de obsidiana que herían la piel hasta convertir el alma del difunto en una masa sangrante. Otro lugar era llamado “Donde flotan las banderas”, quizás un sitio sin gravedad y de difícil movimiento. Había también un lugar donde el alma recibiría heridas de flechas salidas de la nada durante todo lo que durara su paso por el paraje llamado “Lugar donde se flecha”. Todavía tenía que transitar por una región poblada de fieras que acechaban el paso de las almas para devorar sus corazones; como Xochitonal, la gran lagartija verde.

La penúltima prueba era el paso por una senda estrecha y pedregosa; pero al fin llegaba a las orillas del Chignahuapan, “Río de nueve corrientes”. Sólo podían cruzarlo ayudados por un perrillo color leonado y así, llegar al Chignahumictlán, “la otra orilla”, lugar donde descansan las almas. En ese lugar, los dioses de la región de los desencarnados, Mictlantecutli y Mictecacíhuatl, decidían su destino final.

Este es el principio de la costumbre de recordar con ofrendas a los difuntos, pues en aquel tiempo, para ayudar al finado a pasar las nueve pruebas, hacían acompañar su cadáver con los siguientes objetos: Mataban un perro color leonado para que llegando al gran río de las ánimas, reconociera a su dueño y fuera a su encuentro para ayudarlo a cruzar. Para la larga jornada se le proveía de un jarro de agua. Se envolvía el cuerpo atado en cuclillas con manta y papeles con fórmulas y jaculatorias mágicas que serían su salvoconducto en el paso por cada paraje encantado. Quemaban todos los atavíos que en vida usó para que su calor lo alcanzara en el páramo helado, donde el vendaval corta con filos de obsidiana. Ponían en su boca una piedra de jade para que al pasar por la región de las fieras, les ofreciera esta en lugar de su corazón. Por último, lo rodeaban de las siempre bien apreciadas flores, comidas y objetos valiosos para ofrecer a la Mictecacíhuatl; en la firme creencia de que las ofrendas lo acompañarían, fuera cual fuera la etapa en que su viaje se encontrara. Para finalizar, quemaban el bulto del muerto, guardaban sus cenizas con el jade en una olla, y la enterraban en uno de los aposentos familiares donde le ofrendaban durante ochenta días, luego cada año, y al llegar a cuatro; se olvidaban del difunto al considerar que había llegado ya a su descanso eterno.

Así nació la costumbre de ofrendar a los muertos con comidas, flores, objetos personales, oraciones y buenos recuerdos. Hoy, esa costumbre se conoce como Altar de muertos.

Y usted… ¿Ya levantó el altar a sus difuntos en casa?

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